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UN PASEO POR LAS CALLES DEL PUEBLO. SIGLO XX.

Incorporo a esta página algunos de los recuerdos que relato en el libro NAVACEPEDILLA DE CORNEJA - GARGANTA DE LOS HORNOS que publique el verano de 2019.

Nada más entrar por la carretera que nos une con Villafranca, a la derecha, se encontraba la posada del tío Lesmes. Era el sitio donde se hospedaban todo tipo de personas que sin tener familia en el pueblo nos visitaban. Disponía de bar, sala de juegos, habitaciones para los huéspedes y cuadras para las caballerías porque eran los “arrieros” -vendedores de vino, aceite, aguardiente- sus principales clientes. Los domingos o días de fiesta era el lugar preferido de los jóvenes que jugábamos a las cartas y, sobre todo, a la rana. Como no existían las neveras, en el patio-huerta tenían un pozo con agua exquisita que aunque no la usaban para beber, sí la utilizaban para los menesteres de la posada y para colocar las bebidas  dentro del
pozo a refrescar,  metidas en un tubo de cinc suspendido por una
El tío Lesmes, primero por la derecha. Los dos
niños Santiago y Victoria, sus hijos. 
Años treinta. Foto: su hija Victoria.
 cuerda.
Entrabas en el patio, a la derecha, y encontrabas dos puertas, la primera “el portón” para la entrada de las caballerías y carretas a las cuadras, la segunda para la entrada a la posada. Bajando uno o dos pasos, a mano izquierda, estaba el mostrador para bar y comercio. De frente, la amplia cocina,  enlosada con lanchas, con escaños, banquetas, el caldero colgado de las llares  y, sobre  el fogón, los “morillos”[1] para colocar la leña y las trébedes encima de las ascuas de la lumbre, los escaños a ambos lados de la lumbre y al final la mesa y banquetas. En el techo las “latas”[2], preparadas para colgar los chorizos. A la derecha, tras recorrer un pasillo, te encontrabas, a mano izquierda, con las dependencias para los “arrieros”[3]; y al fondo, estaba  la “salilla” donde pasábamos los jóvenes las tardes de los domingos jugándonos galletas de vainilla a las cartas. En el piso superior, subiendo por una escalera de piedra desde el corral, un piso con cocina y habitaciones para alquilar.
En el patio, la rana, el juego preferido por los jovenzuelos. Los domingos, el primero de la “panda” que terminaba de comer corría a casa del tío Lesmes para recoger las fichas de la rana y a jugar durante toda la tarde. Claro, gastábamos lo que buenamente podíamos porque nos podían quitar las fichas para dárselas a otros.


Entrevista a Victoria Hernández 16/08/2018 con 97 años.

Era un establecimiento donde se hospedaban todo tipo de personas que venían al pueblo. De Armenteros y de su anejo Revalbos, provincia de Salamanca, venían con barro rojo y blanco (podría ser cal) para “jalbegar”  las casas. De los pueblos de la Sierra, Navarredonda, Cepeda de la Mora, Navadijos, San Martín de la Vega y Garganta del Villar venían a las ferias de Piedrahita y Villafranca y los martes de cada semana al mercado de Piedrahita. Se quedaban en la posada con los ganados: vacas, caballos, ovejas, cabras… y las dejaban en las cuadras y en los corrales, con la consiguiente complejidad que suponía el hospedaje del ganado de distintas especies y de distintos dueños. También llegaban “Quincalleros” que arreglaban toda clase de “cacharros” de hierro, porcelana o de latón: cazuelas, sartenes, calderos de cobre, pucheros, barreños, cubos, aceiteras… Venían compañías de  teatro que representaban  sus obras en la plaza, en corrales o en grandes casillas. Otros nos ofrecían cine, sobre todo en verano. Frecuentaban la posada los pañeros de Berrocal que se quedaban a pensión completa en el piso de arriba.

De San Moral venían los pieleros y otros vendiendo sillas, cantaros y ruedos. Los ruedos eran como una especie de alfombra redonda que se ponía en las habitaciones al lado de la cama. También, venían arrieros de Santibáñez, El Guijo y Guijuelo con las mulas cargadas con banastas repletas de tocino que vendían por el pueblo y lo cambiaban por jamones dando algo más del doble de lo que pesaba el jamón por tocino[4].

En los últimos inviernos, cuando nevaba mucho, mi padre Lesmes solía acompañar a los arrieros junto con Daniel el caminero hasta el puerto Chía y, en una ocasión, se quedaron atrapados, adelantándose un arriero hasta Garganta a pedir ayuda. Vinieron los hombres del pueblo con palas y les ayudaron a salir de allí abriendo el camino y así pudieron llegar hasta la posada en Garganta del Villar.

Cobrábamos 1 pesetas por cada persona que pernoctaba, y con ello, tenían derecho a dormir con sus caballerías en el “descargadero” que tenía pesebreras para dar de comer a las caballerías con argollas para atarlas. En la zona opuesta, con su “hato”,  dormían los “arrieros”. La posada les facilitaba el pienso y la paja para las caballerías, previo pago de su importe. Preguntábamos lo que querían comer o cenar, solían ser patatas con bacalao, patatas con carne, patatas con conejo, “caldereta de cabrito”. Hacíamos un único plato para todos.  Se servía en una fuente grande y todos comían y bebían del mismo sitio. Para el desayuno hacíamos “patatas gobernadas” con “torreznillos”.

La mayoría de los “arrieros” eran conocidos y por lo tanto convivíamos con ellos como una gran familia, compartíamos la amplia cocina donde siempre había una buena lumbre, además de usarla como comedor común. En las sobremesas, sobre todo después de la cena, compartíamos  experiencias, inquietudes, dificultades y anécdotas. Había algunos que dejaban las caballerías y la mercancía en la posada y salían a vender las mercancías, vino y aceite, sobre todo. Era el caso de Agustín “El Sordo” que dejaba en la cuadra a su mula blanca y salía a repartir el vino que traía por las casas, tampoco comía en la posada porque lo hacía en casa de sus familiares, tu abuelo Cándido, la tía Medarda... Cuando las inclemencias del tiempo se complicaban y hacía mucho frío, dormían en la salilla y en los escaños de la cocina. Había algunas excepciones con los que se quedaban  a pensión completa, dormían en  las habitaciones en el primer piso.
En la tienda-bar ofertábamos de todo, desde todo tipo de alimentos hasta medicinas, zapatillas y hasta sombreros de distintos tipos.

Tío Lesmes, cuando se manchó a la
Argentina. Foto: su hija Victoria
Mi padre, de joven, se marchó a la Argentina con sus hermanos José y Julián, tía Elisa, Dionisio, Teodora. José y Julián emigraron después a EEUU. José  ejerció de intérprete cuando en los años cincuenta vinieron los americanos con un autocar-vivienda impresionante que instalaron en nuestra huerta. Fue una persona de un carácter afable con todos y ejerció de Juez de Paz durante muchos años. Su principal dedicación fue el cultivo de las tierras y el abastecimiento de las necesidades de la posada: traer la leña, los alimentos para la tienda, las bebidas para el  bar y preparar las cuadras y los corrales para el ganado.  Mi madre Amelia se encargaba de la cocina que no era poca cosa, a veces había treinta o cuarenta personas, preparaba las habitaciones, despachaba en la tienda-bar, lavaba la ropa y además criaba a sus hijos.

Cuenta su biznieta Amelia, en el pregón que pronunció este año 2018 en las Fiestas de La Peña El Cuervo: “…  los granujillas del pueblo obligaban a mi abuelo a recoger los melocotones, cuando todavía estaban verdes, para que no se los robaran para hacer limonada”. Lo que ignora Amelia es que mi pandilla lo teníamos muy bien planeado. Mientras Balbino y yo éramos los designados para coger algunos melocotones, los imprescindibles para hacer un barreño de “melocotones en vino”, el resto, que eran muchos, entretenían a Victoria y al propio tío Lesmes. Procurábamos cogerlos entresacados para que no se notara. Pasados unos días se los dábamos a algún arriero  para dejarlos en casa del tío Lesmes  por encargo de los mozos. Posteriormente íbamos a encargar la limonada. Nosotros creímos que el tío Lesmes lo sospechaba pero es que éramos como de la familia, teníamos mucha relación. Su biznieta en el pregón lo expresa así: “.… Los rincones de esta casa están llenos de recuerdos. En ella se hospedaban los arrieros que venían del barranco a vender vino, aceitunas, fruta, pero además, era un lugar de encuentro para los habitantes del pueblo que cuando terminaban de trillar o de sus quehaceres en el campo se iban a la posada del tío Lesmes a ver los toros en la televisión, en blanco y negro, eso sí”. Es verdad que para nosotros “los mozalbetes” era un sitio entrañable en el que pasábamos todas las tardes de los domingos.

Monumento a los arrieros en Villarejo 
del Valle. Foto: Ángel Luis
Sigue Victoria contándonos: “los “arrieros”, que venían sobre todo de las cinco villas,  tenían que pasar por el puerto El Pico, por la calzada romana o por caminos y veredas para evitar a la Guardia Civil, y el Puerto Chía, por el que no pasaba casi nadie, y las nevadas en invierno eran impresionantes. Llegaban helados, a veces en situación límite, y para recuperarlos los envolvíamos en una manta y los cubríamos con una capa de estiércol. Al ir entrando en calor, en muchos casos, les entraba una tremenda “tiritera”.  Los que no tenían problemas, siempre se encontraban con una buena lumbre, la salilla y los escaños de la cocina para dormir, aunque su sitio fuera “el descargadero”.

Frente a la posada, en la misma calle, estaba la casa del médico D. Saturnino que estuvo en el pueblo durante muchos años. Competía con el señor Mauricio, el del comercio, de ser buen cazador. La verdad es que no eran buenos cazadores. Un buen día que estábamos de puesto con el reclamo, al poco rato de empezar, después de oír dos o tres disparos y pensar que habría cobrado varias piezas, apareció  D. Saturnino tan solo con la perdiz del reclamo muerta. El médico estaba contratado por el Ayuntamiento pero le pagaban los vecinos. Se nombraba una comisión que era la encargada de establecer el importe de la “iguala”, cantidad que cada familia, de acuerdo a los bienes que poseía, pagaba cada mes al médico por sus servicios. El médico encargaba el cobro a una persona. Yo creo que pagábamos todos. En aquellos momentos había enfermedades casi incurables que ahora no son consideradas como enfermedades. Morían bastantes niños y personas mayores, sobre todo de pulmonía. Por los años cincuenta llegaron las sulfamidas (penicilina) y la mortandad se redujo enormemente. Recuerdo la primera o de las primeras personas que el médico la recetó las sulfamidas y se presentó su mujer en casa de D. Ramón, que era el médico, a preguntarle con qué le daba la medicina y el médico la tuvo que explicar que se introducían por el ano. Era los famosos supositorios. Las gentes tenían miedo de las aguas porque muchas fuentes podían estar contaminadas y eran la causa real de muchas infecciones, como el tifus.

Caminando por la calle Real nos encontramos con otro lugar emblemático, el “comercio del tío Santiago”, después de su hijo Mauricio. Era un comercio en toda regla, con “sabor” americano (el Sr. Mauricio fue emigrante en Méjico). En el mostrador tenía el serpentín-medidor del aceite, la balanza de doble platillo para pesar, la colección de pesas encastradas en madera, las medidas en aluminio para medir líquidos, la cuchilla para cortar el bacalao y los productos expuestos a la venta muy organizados en estanterías.
La fachada es original, sin la verja, que es un
añadido. En el muro, el número 10
de la Calle Real.
 La fanega, la medía fanega, cuartilla, medía cuartilla, hasta el medio celemín  para medir áridos y una gran romana para pesar los sacos de abono, piensos, judías,….Al entrar sentías un olor característico, se mezclaban el del pimentón, el escabeche que vendía a granel de latas de dos o tres kilos, el aliñado de las aceitunas…. También vendía cosas de ferretería que necesitaban los vecinos labradores: clavos al peso, azadas, sogas, trillos, rejas, horcas, cartuchos para la caza e hilos para pescar truchas. Y hasta contaba con una caja registradora muy antigua, con manivela claro. Todo estaba muy organizado y expuesto, por eso nos gustaba tanto a los chavales ir a los recados al comercio. Además el tío Mauricio,  siempre nos daba algún confite. Era muy  buen comerciante.
El porche de entrada era también muy típico: El piso perfectamente enlosado y enrollado, con troncos de madera para sentarse. De la 
Fecha de inauguración
pared pendían varias argollas para atar los animales y adosados al techo de madera varios nidos de golondrinas. Era frecuente ver caballos atados en el porche, con su montura, con los estribos y unas grades alforjas donde cargaban las viandas que semanal o quincenalmente adquirían los vaqueros y pastores de la sierra.

Antes de llegar a la plaza nos encontramos con otro comercio “el de  tío Epifanio”, también se le conocía como el de la  “tía Medarda”. En él se vendían las mismas cosas pero sobre todo comestibles. Lo que más nos llamaba la atención era que el mostrador era de madera y en el centro tenía una ranura por la que se introducían las monedas que directamente caían al cajón.

 La Plaza y el Juego de Pelota: El lugar de encuentro por antonomasia. En ella se celebraban las fiestas[1] que no eran pocas:  San Martín, aunque su fiesta era el 11 de Noviembre, como hacía mucho frío, se trasladó al día siguiente del domingo de pentecostés, Nuestra Señora de Julio (2 de julio) y, la más importante, La Virgen del Rosario (7 de Octubre). A partir del año 1983, en el primer fin de semana de Agosto, organizadas por La Peña “El Cuervo” se celebraban y se siguen celebrando las fiestas de verano.

La fiesta más importante se celebraba en torno al  primer domingo de Octubre, la Virgen del Rosario, entroncada en la tradición agrícola y ganadera. Se acababan de recoger los frutos del campo, el heno, los cereales, las judías, las patatas y muchos hombres y familias enteras se disponían para irse con los ganados a Extremadura.
 Se comenzaba el domingo por la mañana, con los preparativos en las casas. Se sacaban del baúl los trajes, muchos de ellos de pana, los vestidos más elegantes, los zapatos y las camisas blancas que planchaban las amas de casa con las planchas que colocaban a la lumbre para calentarlas, otras se les introducían “ascuas” en su interior, se las atizaba con el fuelle de mano, echaban humo por una pequeña chimenea, se calentaban y a planchar las enaguas y las camisas con almidón.
Duraban tres días, dos que pagaban los mozos y uno las mozas. Ya entrados los cincuenta se agregó un cuarto día que pagaban los casados. Era un pueblo muy bailarín. Se hacían unas listas de mozos y mozas y no había nadie que bailara que no pagara. Si no pagabas, no bailabas. La música la realizaban los dulzaineros: dulzaina, tamboril y bombo. Fueron músicos muy
   
 populares, que tocaron muchos años, los Barriguillas, un padre con su hija y su hijo pequeños, posteriormente ya se fue aumentando la orquesta con dos gaitillas “Los Talaos” y por último, dos gaitillas, redoblante y un batería “Los Pachulos” de Macotera (Salamanca).
Se empezaba con la misa, a la que asistían las autoridades, Alcalde y Concejales. Era un momento extraordinario, el sacerdote se explayaba con un largo sermón desde “El púlpito” y se tocaba el Himno Nacional durante la consagración. En la procesión, mientras se recorrían las calles del pueblo, como ahora, los mozos volteaban las campanas. El volteo de la campana mayor lo hacían dos buenos mozos porque había que darla vueltas con las manos dando el impulso en la cabecera de madera, y agachándose cuando pasaba la campana, así una y otra vez. Tenía su peligro. La procesión seguía el recorrido de costumbre. Salía por la puerta grande de la Iglesia, continuaba por la puerta oeste del cementerio, Plazoleja, inicio de la calle de la Aldea, calle Real, la Plaza, calle Enrollada, nuevamente calle de la Aldea para entrar en el cementerio por la puerta Este. Al acabar la procesión, por el procedimiento de pujas al alza, se subastaba el cordero o corderos que los ganaderos del pueblo regalaban a la Virgen como agradecimiento por haber regresado  “con bien” de Extremadura.
El ambiente en la plaza era muy concurrido, los jóvenes y los menos jóvenes bailaban pasodobles, tangos, valses y jotas. También asistían muchas personas de todo tipo que no bailaban pero 
Año 1.953. El niño es Eusebio. A la izquierda de la imagen el  bar
de Leopoldo. A la derecha, el Ayuntamiento, y en el piso bajo
La Escuela. Foto cedida por Loren.
presenciaban la fiesta. Algunos eran los únicos días que estaban en su pueblo, unos porque estaban fuera trabajando y otros porque su vida transcurría la mitad en Extremadura y el resto como pastores o vaqueros en la sierra. Alrededor del baile se colocaban los puestos de los “almendreros”. Se llamaban así porque era el producto que más vendían “almendras garrapiñadas”. En cada puesto ponían una diana en la pared y con escopetas de aire comprimidos se tiraban flechas, al ganador le daban un vale y cada dos o tres partidas tenía derecho a un cucurucho de almendras. Otra de las formas que utilizaban “los almendreros” era vender cartones en los descanso del baile y proceder al sorteo. El agraciado o agraciada, obtenía el consabido premio, el paquete de almendras garrapiñadas. En los portales de la plaza solía ponerse con chuches la señora Tomasa, de Villafranca, a ella íbamos los chavales a comprar y lo podíamos hacer con dinero o por intercambio, ofrecíamos nueces a cambio de chuches.
Se bailaba por parejas. Los mozos sacábamos a bailar a las mozas y cuando otro mozo deseaba bailar con ella pedía “el favor”, normalmente se le concedía. Había bailes que una chica podía bailar, por aquello del favor, con varios chicos. Se respetaba las parejas que eran novios. Los bailes no eran como ahora, se tocaban pasodobles, tangos, valses que eran “agarrados” y al final la jota. ¿Quién no se acuerda en los años cincuenta del tango “la Comparsita” o del pasodoble “Sangre Gitana”?.
Naturalmente que tanto las mozas como los mozos se hacían  un traje para la fiesta, la mayoría de los hombres de pana, confeccionado por Hermógenes, el sastre de Villafranca. Las
Por la izquierda: Manolo, Consolada, Porfiria, Alfredo, Beatriz 
con niño en brazos, Luci, Jose Luis, Petri. Agachados: Manolo y 
Elena. Con traje típico, día de las mozas. Foto: E. Sánchez
mozas, no todas, llevaban un pañuelo que colocaban en la mano del bailaor para que no les manchara el vestido con el sudor.
El día más celebrado era el tercero, el día de las mozas. La mayor parte se vestían de serranas, también algunos mozos se vestían con el traje típico. Se tocaban valses  y jotas para, al dar las vueltas o bailar la jota, lucir los bordados de las enaguas.
El horario de los bailes era de seis a nueve de la tarde, antes de las seis no se podía poner el baile porque estaba celebrándose el rosario y uno de los permisos que teníamos que pedir los mozos para celebrar los bailes era el del cura. El baile de la noche se ponía después de la cena hasta las doce. Se terminaba con la Jota.

Relativo al baile, circulaban unos ripios jocosos:

Arrímate bailaor,
arrímate que no pecas,
que si no te arrimas
es como comer pan a secas.


Los músicos comían y cenaban en las casas del pueblo. No había ningún problema, el que los invitaba se lo comunicaba a los organizadores que se lo confirmaban. Las comidas y las cenas de los días de la fiesta eran extraordinarias, la caldereta, cochinillo al horno, las judías blancas aderezadas con matanza como primer plato, y sobre todo, el pollo de corral que se criaba para estas fechas.


En La Aldea se celebraba la fiesta de San Juan el 24 de Junio. Se comenzaba con La Santa Misa, después la procesión por las calles de la Aldea y al finalizar la subasta de uno o más corderos regalados al Santo por los ganaderos. Dos o tres días de fiestas con animados bailes en los Poyetes. La muchachería de Navacepedilla, nada más comer, nos subíamos pero pasábamos por el charco San Juan a bañarnos, era la inauguración de la temporada. El que se resfriaba, regañina de sus padres, por haberse bañado. Normalmente no nos dejaban. La tarde noche de San Juan, las familias de Navacepedilla solían subir y merendar antes en el Cerro

Además de estas dos fiestas patronales de Navacepedilla de Corneja y Garganta de los Hornos se celebraban otras fiestas de  tradición religiosa que fueron desarrolladas en el capítulo cinco de “Navacepedilla de Corneja. Apunte Histórico-Sociológico” con el título: Religiosidad Popular.
 
En la  plaza estaba la escuela de los niños. La entrada era un portón con dos partes, la encimera y la bajera, como la mayoría de las casas del pueblo, tenía ventanas a la plaza y al juego de pelota. La mayor parte era sala de clase con mesas bipersonales. En el fondo norte un estrado presidido por un crucifijo  y cada lado las fotos del Caudillo y José Antonio, estábamos en los años cuarenta. En el centro estaba la mesa del maestro. A la izquierda del maestro un encerado y un armario con libros, con pocos libros.  Yo recuerdo los quince ejemplares del Quijote, que era donde leímos, claro los mayores. Formábamos un corro de pie alrededor de la mesa del maestro y leíamos. Cuando el maestro nos nombraba, una veces decía: el siguiente, y otras nos nombraba salteados para controlar que todos seguíamos leyendo. Cuando nos despistábamos y no seguíamos nos castigaba de rodillas o la primera vez “un palmetazo”, la segunda dos…. El otro encerado estaba situado en el espacio dedicado a aula de clase en la pared que daba a la calle de la Iglesia. Había un cuarto, que tenía la entrada junto al armario, en el estrado, con cisco y mesas estropeadas, el “cuarto trastero”.
Los treinta y cinco o cuarenta alumnos estábamos organizados por secciones. Tres secciones por edades y dentro de cada sección
Zósimo, Sátur y Paco, Foto: Familia Mendoza
por conocimientos. Para  escribir y hacer cuentas, por lo menos en las secciones de pequeños,  usábamos la pizarra y el pizarrín y un trapito para limpiarla. Los mayores usábamos cuadernos y escribíamos con lapicero y pluma –palillero y plumín-. En cada mesa bipersonal teníamos encastrado el tintero. La tinta la hacíamos en clase, normalmente al que le mandaba el maestro.  En una botella con agua echábamos los polvos azules, se la agitaba y ya se podía usar. De todas maneras todo el mundo seguía usando la pizarra hasta que en los años cuarenta, llego la cartilla “Rayas”, los cuadernos y la enciclopedia de Dalmau Carles. La calefacción era prácticamente natural, solo en la mesa del profesor había un brasero, prácticamente todos los niños padecíamos de sabañones. 
D. Julián fue el profesor que más años estuvo en Navacepedilla, considerado y apreciado por el vecindario.

En la plaza además de la escuela y el Ayuntamiento -aunque este tenía su entrada por la calle de la Iglesia-, estaba la taberna de la tía Juana y la de tío Quico “El Barbero” aunque esta última, situada en el número uno de la calle Arriba, eran con la posada del tío Lesmes  los bares más frecuentados en las sobremesas y en los días de fiesta. En los cincuenta, aunque no por mucho tiempo, funcionó el bar de Leopoldo en la plaza, a la izquierda entrando, la salilla donde jugábamos a las cartas y en los carnavales organizábamos los guateques  con los alimentos, de todas clases, que recogíamos por las casas: huevos, cocidos, quesos, chorizos... Recuerdo un día de carnaval que estábamos reunidos en la salilla y, por la ventana, apareció tía Consuelo enseñándonos media docena de huevos, salimos corriendo y no solo la quitamos los huevos que llevaba sino algunos más que tenía en el basar. La gente no se enfadaba, presumía  que los mozos les quitaran las cosas para sus juergas. En la mayoría de los casos eran los propios hijos de la casa los que nos decían dónde estaban.
En ellos también se organizaban celebraciones de bodas. El primero, el de la tía Juana, ha funcionado hasta hace pocos años, tenía un portal grande, al fondo a la derecha el mostrador alargado con una pila blanca de mármol en el centro para fregar los vasos, el servicio era el balcón que daba directamente a la huerta. Dentro del mostrador la “trampa” para bajar a la bodega donde conservaban el vino fresco. Según se entraba, a la izquierda, estaba la salilla para jugar a las cartas, los domingos y días de fiesta también se organizaban partidas en el portal. El segundo, el del tío “Quico” era, además de bar, peluquería-barbería. Yo recuerdo alguna vez celebrarse baile con una gramola. Finalmente se convirtió en despacho de carne.
 Los juegos de cartas eran: la brisca, el tute, el mus, la mata y el subastado.

Y en la plaza estaba El Pilón, frecuentemente visitado para coger el agua con cántaros y cubos para los menesteres de las casas. El pilón era también un buen juguete para la chavalería, echarse
Año 1.954. Elena, Pili y Feli, en el pilón
con cántaro y botijo.
agua unos a otros, y sobre todo, para beber agua de los caños, subidos en el borde. Era un reto subirse al borde, alcanzar el grifo y beber a “bruces”, pero hasta llegar a la primera vez raro era el chaval que no cayó al pilón, con la consiguiente regañina de sus padres. Había otra estampa todas las mañanas muy temprano en el pilón, el tío Manuel, toalla en mano, lloviera, nevara o hiciera calor, se chapuceaba  la cara y su cabeza calva en el pilón.

Las partidas de pelota se celebraban preferentemente los domingos.  La pared sureste de la escuela se utilizaba de frontón, con una trampa que era la chapa que tapaba la ventana de la escuela. Como el suelo era muy irregular presentaba muchas dificultades, la parte final de rollos. Los buenos jugadores no dejaban, en el saque, votar la pelota y los extremos a ambas paredes del frontón tenían que ser muy habilidosos. Yo recuerdo partidas con mucha pasión: Santos Jiménez y Paulino Jiménez contra dos “barranqueños”[1] . Cada vez que venían al pueblo a vender aceite, vino… se preparaba la partida. Se fabricaban las pelotas los mismos jugadores, las forraban muy bien con piel de gato. En el pueblo fueron buenos pelotaris: Pedro el de tía Eugenia, Santos Jiménez, Paulino Jiménez, en el extremo izquierda Silvino Hernández y en la derecha D. Ramón, el médico. Los mayores recuerdan a Hermógenes, que emigró a la Argentina donde empezó ganándose la vida como jugador profesional y a D. Guillermo, el cura. Se jugaban las consumiciones, chatos de vino, más tarde cervezas que había que abonar después  en la taberna da tía Juana.

            El juego de pelota también servía para la tertulia en los días soleados de invierno cuando la nevada era tan copiosa que no podían hacer nada. Limpiaban el suelo de nieve  y allí se reunían los hombres. Cuando llegábamos los chavales y la conversación era subida de tono, alguno de los reunidos decía “ropa tendida” y cambiaban de conversación. Los escolares nos íbamos al “cotanillo” (delante de la puerta donde vive hoy Pablo y Justi) y preparábamos  un montón de bolas de nieve cada uno. Cuando ya las teníamos preparadas las tirábamos por encima del tejado de “La Verja” y caían sobre los hombres allí reunidos. Inmediatamente teníamos que salir corriendo porque salían a por nosotros y, por lo menos, unos buenos tirones de orejas te llevabas. Algunas veces nos llevaron al Ayuntamiento y recuerdo, una vez, que nos castigó el maestro porque  dimos a su hija pequeña, que llevaba él en brazos, con una bola de nieve.

El Colegio de Las Niñas: por la alumna Elena Sánchez.

Llegué a Navacepedilla unos meses antes de cumplir los siete años, procedente de Madrid.Ya había estado allí con mis padres a pasar algunos días de vacaciones en casa de la abuela, pero esta vez, las vacaciones iban a ser más largas. La abuela me llevó al colegio.
          Dª Primi en su última
          visita a Navacepedilla.
El colegio era un local situado en la calle de Las Lanchas, nombre muy apropiado porque las casas de esta calle, y las de alrededor, estaban construidas sobre un “lanchar”, los pasos para subir a la escuela, subiendo desde el río, estaban hechos en la roca. Se entraba por un callejón estrecho y nada más abrir la puerta, bajando tres o cuatro escalones, nos encontrábamos con el aula de clase que tenía dos grandes ventanales que daban al sur y por los que se podía ver el paisaje de la zona más vistosa del pueblo: la fuente del río, la era y la barrera de Pie Mula, toda ella llena de robledales, chopos, pinos, serbales, algún tejo… En el aula estábamos todas las niñas. La profesora, Dª Primitiva, -muy querida y apreciada en Navacepedilla-, nos tenía organizadas en tres secciones, las pequeñas 6-8 años, la segunda sección hasta diez años, y la primera, las mayores hasta los catorce años, aunque a partir de los doce algunas dejaban de ir al Colegio para ayudar a la familia en las labores del campo. 

Por las mañanas teníamos un descanso de media hora –el recreo- y todas las niñas salíamos a jugar. Nuestro juegos eran parecidos a los que jugábamos en Madrid.


¿A qué jugábamos los niños?

La “muchachería” en los años cuarenta del pasado siglo era muy numerosa. Había dos escuelas, una de niños y otra de niñas con una matrícula que oscilaba entre 35-40 alumnos. La escuela de niños estaba en la plaza y la de niñas en la calle de la Fragua. Nos agrupaban en tres secciones. Los dos maestros que estuvieron más tiempo en el pueblo y que recordamos con respeto por su buen hacer, fueron Dª Primitiva Portero  y D. Julián de Obeso. A los mayores, que estuvieron en  primaria, por los años veinte, como los que asistieron con él a clases de adultos, les oímos hablar muy bien de D. Segundo Durán, natural  de Arenas de San Pedro.

Normalmente jugábamos todos en la plaza pero las niñas jugaban más en el patio de la Iglesia “cementerio”. Todo era muy diferente y los juegos era enormemente imaginativos:

La Taba: con uno o más huesos de la rodilla del cordero o cabrito “la taba”, jugábamos como a los dados, cada uno tenía cuatro caras, cada cara tenía su nombre: hoyos, tripas, lisos y carneros. Además de tirarlos, como los dados, también los tirábamos hacía arriba y los recogíamos con el envés de la mano extendida antes de caer .
A Los Pipos: Cada uno teníamos un saquito con judías “pipos” de diferentes colores que por consenso tenían distintas valoraciones. El juego consistía en recorrer un camino sinuoso, previamente señalado en el suelo. El que primero llegaba al hoyo “El Gua” ganaba y recogía para él los de los demás. Teníamos muchas variedades que se cosechaban en el pueblo y consensuábamos el valor de cada uno en un pacto que no se podía incumplir. Se intercambiaban como los cromos teniendo en cuenta el valor que dábamos a cada uno. Posteriormente se traduciría en “juego de chapas”.
La Gallina Ciega: Un corro y en el centro el que se quedaba “la gallina” con los ojos vendados. El corro se estiraba para que la gallina no te tocara. El juego seguía hasta que “la gallina” tocaba a uno y le reconocía. Si no le reconocía se volvía a quedar y si  le reconocía tocándole, el tocado  hacía de “gallina ciega”. Una variante era “Los correazos”, en el corro se quedaban dos, ambos con los ojos vendados, uno con la correa. Cuando  el de la correa estaba cerca del otro por los murmullos del corro soltaba el correazo. Estaba prohibido dar latigazos en las partes altas.
A la zapatilla por detrás: Se celebraba en los bancos de piedra de la casa de la verja. Nos sentábamos en los poyos y detrás de los sentados se introducía una zapatilla. Uno, por sorteo, se quedaba y buscaba la zapatilla. Los que estaban sentados pasaban de un lado a otro la zapatilla y “zapatilleaban” en el culo, cuando podían,  al que se quedaba y volvían a introducir detrás la zapatilla haciéndola circular por detrás de un lado para otro. Si el buscador la cogía, bien al zapatillearle o detrás de alguno de los jugadores, ese se quedaba y el otro ocupaba su sitio sentado.
A la Peonza: Con la cuerda del peón se trazaba un círculo. En el centro del círculo se ponían los peones de los jugadores perdedores alineados alrededor del centro con los picos para adentro tapados con tierra. El resto de los jugadores, desde fuera del círculo, tiraban a destapar a los que estaban en el centro. Si no destapabas ninguno o se quedaba tu peón dentro del círculo, no le podías coger y te quedabas.
Al Calvo: Se podía jugar en cualquier lado pero nuestro lugar preferido era el cementerio porque el cura, D. Cayo, nos perseguía y cuando podía nos quitaba el calvo. El juego consistía en poner “el calvo”, que era una rama de árbol con tres patas. Se ponía “el calvo” (no tenía cabeza y menos pelo) con las patas hacía el suelo. Un jugador cuidaba de ponerle dentro de un círculo y el resto con un palo tirábamos desde el “pate”, situados a unos veinte metros. Mientras al calvo estaba de pie era difícil recoger tu palo porque el cuidador te podía tocar con su palo y tenías que hacer tú de cuidador. Cuando alguno de los jugadores le tiraba “calvo caído” era cuando se aprovechaba a recoger los palos porque el cuidador estaba ocupado en volver a ponerle. Estando el calvo caído no podía tocar a nadie. Lo que más nos divertía era cuando aparecía don Cayo, el cura, con sus dos metros de estatura, con su enorme sotana abotonada y nos “pillaba”. Al que cogía le caía una buena estirada de orejas que nos hacía ver “las estrellas”. Normalmente, desde el pate, le veíamos salir por el corral y dábamos “el queo” y desaparecíamos con el calvo y los palos. No hacíamos nada malo pero no le gustaba.
A Migas: Nos juntábamos doce o más jugadores y la manera de sortear era “echando a pies”. Se iba escogiendo un jugador alternativamente hasta que se terminaba. El sexteto que había ganado saltaba encima de los perdedores que se ponían agachados “burros”. Si al saltar, se caía algún jugador del equipo que saltaba o daba con los pies en el suelo, el equipo se ponía de “burros” y el otro equipo saltaba. Cuando todos los jugadores del equipo ganador se mantenía encima de los “burros” firmes, que no se caían, el encargado del otro equipo “capitán” decía: “migas” y se bajaban y continuaban saltando.
La “Pídola”: Por sorteo se designa a uno de los jugadores que hace de borriquilla con las manos en las rodillas y los demás van saltando y se van poniendo de borriquillas. Si alguno fallaba, dando con los pies en el suelo, o no saltando alguno de los que hacen de borriquillas, no podía seguir y se quedaba de borriquilla. El juego puede continuar hasta que se desee.
En la época de la posguerra, los niños jugábamos a la guerra, unas veces con la nieve y otras inventándonos juegos. Solíamos cortar un pequeño tronco de saúco, como de unos veinticinco centímetros y lo pelábamos, le sacábamos el tuétano, le atacábamos con bolas de esparto o pita, una en la salida y la otra de entrada que empujábamos con un palo que habíamos disminuido y redondeado en su parte delantera, lo llamábamos “El Taco”.  Cuando empujábamos la bola de entrada la de salida lo hacía con una fuerza increíble, con ruido y hasta con humo. Estábamos en clase, y alguno, enredando se le escapaba y “buum” a saber dónde iba el proyectil, se armaba el “taco”.
Al “Pite”: Usábamos un palo como de un metro y otro más  grueso de cinco o seis centímetros afilado por las dos puntas “el pite”. El juego consistía en tocar el “pite” con el palo en una de sus puntas para que saltara. Cuando estaba en el aire, se le golpeaba con el palo para hacerle llegar lo más lejos posible, el que más pronto llegaba al sitio acordado golpeando al “pite” era el que ganaba.

Al “El Aro”: Arrancábamos el cerco del culo de un cubo y con un guía construido con alambre terminado en forma de U le hacíamos rodar por los sitios más difíciles: puentes, caminos, veredas, sorteábamos objetos y jugábamos a las carreras.


¿A qué jugaban las niñas?: Por la alumna Elena Sánchez

La Comba: Consistía en que una o más niñas saltábamos sobre una cuerda que se hacía girar, por dos jugadoras, de tal modo que pasara por debajo de los pies y sobre la cabeza de las participantes. Cuando alguna de las niñas pisaba la cuerda al saltar, se quedaba fuera del juego,  las demás seguían saltando hasta que no quedara ninguna. Cuando nos cansábamos cambiábamos de juego.
A la comba jugábamos a ritmo de canciones como:

Al pasar la barca
me dijo el barquero:
las niñas bonitas,
no pagan dinero.
Yo no soy bonita,
ni lo quiero ser,
arriba la barca
una, dos y tres.


Al corro la patata,
comeremos ensalada,
la que comen los señores,
naranjitas y limones.
Achupé, achupé,
sentadita me quedé. Una, dos y tres….

Para Melilla marchaba,
un batallón de coronas,
y en medio de los escombros
se han encontrado una mora.
La mora era jovencita
solo quince años tenía….



Al cocherito, leré,
me dijo anoche leré,
que si quería, leré,
montar en coche, leré.
Y yo le dije, leré,
con gran salero,leré,
no quiero coche leré
que me mareo leré.

Si te mareas, leré,
a la botica, leré,
que el boticario,leré,
te de pastillas, leré.


Al escondite inglés o Pies quietos: Sorteábamos a ver quien se quedaba y la que se quedaba se ponía de espaldas al resto de las jugadoras, es decir, mirando hacía la pared. Las demás compañeras nos separábamos hasta una distancia acordada por detrás de la que se quedaba. El juego consistía en que las jugadoras de detrás avanzaban mientras que la que la “ligaba” decía: un, dos, tres al escondite inglés sin mover las manos ni los pies.
Nada mas terminaba de recitar y miraba a las demás jugadoras que tenían que estar paradas, como estatuas. Si alguna era pillada moviéndose quedaba eliminada.
Sin embargo las demás niñas que seguían en el juego podían liberar a las eliminadas tocando a la que se quedaba en la espalda sin ser vistas y así volvía a empezar el juego.

Al Corro: Con las niñas que estábamos formábamos un corro agarrándonos de la mano y cantábamos, dando vueltas, distintas canciones.
En la siguiente canción se desarrollaba con una niña dentro del corro:


Al levantar una lancha
una jardinera vi,
regando sus lindas flores
y al momento la seguí.

Jardinera, tu que entraste,
en el jardín del amor,
de las flores que tu riegas
dime cual es la mejor,
dime cual es la mejor.

La mejor es una rosa
que se viste de color,
del color que se la antoja,
y verde tiene la hoja,
y verde tiene la hoja.

Tres hojitas tiene verdes,
y las otras encarnadas
y a ti te escojo mi niña,
por ser la más resalada,
por ser la más resalada.

La que estaba dentro del corro escogía a otra niña que la suplantaba dentro del corro.

Cantábamos muchas más:

Mambrú se fue a la guerra..
Donde están las llaves…
Quisiera ser tan alta como la luna…
Estaba el señor Don Gato…
El Patio de mi casa…
Vamos a contar mentiras…
Que llueva, que llueva…

Cucú, cantaba una rana…

La Fragua era otro sitio en el que nos gustaba estar. Nada más entrar te encontrabas encima de un madero el Yunque, al fondo el hogar con carbón y la chimenea. En la derecha del hogar estaba colocado un enorme fuelle que lanzaba una corriente horizontal de aire para atizar la lumbre. El herrero, con la mano derecha movía el fuelle y con la izquierda la herramienta que quería moldear en el fuego. Lo que veíamos hacer, sobre todo, era afilar las rejas de los
La Fragua, a la entrada de la calle, a la derecha.
arados romanos, hacer punteros y cuñas para los picapedreros y moldear para adaptar las herraduras para los burros, vacas y caballos. Calentaba en las ascuas de la lumbre del fogón, avivadas por la corriente de aire producida por el fuelle, los objetos que quería moldear hasta que la reja o el objeto que quería hacer se ponía rojo, inmediatamente le colocaba en el yunque o bigornia y, con la maza de hierro, lo moldeaba. Nada más moldearlo lo metía en un recipiente con agua. Este proceso era la forja, muy importante para que el temple del forjado de cada objeto fuera el adecuado. El último herrero fue Isaac Almohalla.
     Tenía una colección de herraduras de distintos tamaños en bruto,  miraba el tamaño de la pezuña, probaba la que le iba  mejor, la moldeaba, arreglaba la pezuña del animal, le quitaba con las tenazas la herradura vieja, limpiaba el interior de la pezuña, le quitaba varias capas con la “gumia”[1] para desgastarla y la hacía plana con el “pujavante”[2] , y finálmente, la colocaba sujetándola con seis clavos que cortaba y remachaba después en la pezuña.
       Los caballos, las mulas y los burros los herraban a la puerta de la fragua, los sujetaban de la cabezada a una argolla y el herrero realizaba su trabajo. Las vacas se herraban en el potro, el primero instalado pasando el puente del río a la izquierda y después en la era. Estaba formado por cuatro piedras verticales, encastrado en dos de ellas se ponía un yugo para uncir la vaca o el buey y en las dos
Al fondo, a la derecha, el primitivo potro para errar las vacas.
Fotografía: José y Jesús Francés
laterales dos maderos encastrados, uno fijo y el otro rodante. En el fijo se ataban los cinchos que se pasaban por la tripa del animal y se tensaban en el otro “rodante”, dándole vueltas con una barra  hasta inmovilizar al animal. A ambos lados laterales se ponían dos troncos de madera para colocar la pezuña y atarla para que cómodamente trabajara el herrero. El fondo opuesto al cabecero era la entrada.
        El herrero manejaba muchas herramientas, unas para sujetar: las tenazas, pinzas; otras para golpear, el martillo, las mazas; otras, para hacer agujeros o moldes, los punzones, y medía con el metro y los objetos más precisos con un calibrador
 Siempre nos pareció que tenían que hacer daño al herrar al animal pero debía ser una apreciación errónea por nuestra parte.


En ella se encontraba “El Matadero” estratégicamente situado 
al lado del puente de la era, cerca del río Chia, para favorecer el desagüe de los restos líquidos de los animales. Era un local municipal que se subastaba su uso. El primer carnicero que yo conocí fue el tío “Quico”, después su hijo Juan Francisco, el tío Epifanio y no se si Samuel también, hasta que el día 1 de septiembre de 1.999 una gran tormenta, la mas grande conocida, se llevó lo poco que quedaba del matadero quedando solo en pie parte de su fachada. 
  
    Seguimos por la calle de Arriba y en la cuarta casa a la izquierda nos encontramos con el horno de pan del tío Segundo. Debía ser el mas antiguo del pueblo, se cita en el año 1902 en “El Carro”. Horno de leña, calentado con ramos. Lo primero que hacía era calentar el horno llenándolo de ramos “retamas”. A continuación sacaban los restos del calentamiento, las áscuas servían para rellenar buenos braseros en el invierno, limpiaban bien la superficie. Una vez bien limpio metían el pan con una pala de madera con un mango muy largo, cerraban la entrada y esperaban mucho tiempo hasta sacarlo bien cocido. Además de cocer el pan, también asaban algún cochinillo o cordero que la gente llevaba con motivo de algún acontecimiento familiar. Hubo otro horno en la plazoleja, el de  tía Leona y posteriormente el de tío[1] Daniel y Leona en la calle del Calvario.
Cada familia “masaba” en su casa en la “artesa”, en la que vertían la harina, con agua caliente, sal y levadura. Después de bien amasada la mezcla en la artesa se dejaba fermentar la masa en el lugar más templado de la casa, cubierta con un paño para evitar el frío. Hacían los panes y los colocaban en una tabla alargada que les servía para transportarlos hasta el horno. Normalmente al “masar”
Victorino, el último hornero, comentando a TV. Ávila
cómo hacía el pan. A la izquierda Carmelo.
en todas las casas dejaban durante algunos días un trozo de masa fermentada para que sirviera de levadura a otros vecinos. Era frecuente mandar a los niños: dila a…. que si tiene levadura que te la de. Y así se ayudaban unos a otros. La convivencia entonces era muy apreciada. Si no te lo pedían en dos días se hacían “fritillas”(como los pestiños) que estaban muy ricas. Normalmente se “masaba” cada quince días, los panes de entonces eran especiales, se conservaban en la nasa y no se ponían duros.
Posteriormente, la familia del tío Segundo construyó por los años sesenta otro horno más moderno en la calle del Rio. Ya no se “masaba” individualmente sino que hacía el pan para todo el pueblo y para vender en los pueblos de la sierra[2]: La Vega, Garganta, Navadijos…, ya era una panificadora con maquinaria adecuada: Máquina eléctrica para amasar, horno de leña o eléctrico a conveniencia, con termómetro, calentador de agua… Como la materia prima, las escobas negras “piornos” eran muy abundantes en el término, usaba preferentemente para cocer el pan el horno de leña. Normalmente cocían hogazas de pan de distintos tamaños, desde panes grandes de dos kilos a medio kilo de una calidad excelente. También hacían “nandás” que eran panecillos que los untaban la cara con aceite. Eran mas esponjosos que los panes normales.
Por las fiestas asaban los cochinillos, en cazuelas de barro en el horno, era uno de los  platos más exquisito.

El horno, las “pozas” de agua caliente, la plaza, la taberna y las “corroblas” de “comadres” tomando el sol a las puertas de las casas o en los corrales, eran los mentideros de la villa. Del horno había un ripio que decía:

He visto una cosa muy rara,
tres mujeres en el horno
y ninguna decía nada.

Los hombres no se quedaban atrás. ¡Madre mía!. En los encuentros en el juego de pelota, los días de sol y nieve, cuando llegábamos los muchachos y oíamos aquello de “que hay ropa tendida”. Cambiaban de conversación bien porque era subida de tono o por algo que se consideraba secreto pero que se enteraba todo el mundo.

En este misma calle estaba el taller de Daniel “El Zapatero”, enjuto, alto y con su mandilón de cuero, que vivía puerta con puerta con el tío Bernardo[3]. Era muy entretenido verle trabajar. El taller estaba muy organizado, las pieles curtidas más finas para cortar con el molde los zapatos y las mas gruesas para las suelas, las distintas hormas de madera con su numeración que colocaba encima de sus piernas para hacer los zapatos, la caja con departamentos con distintas clases de clavos, chinchetas, tachuelas, leznas, cuchillas… El “sacabocaos” para hacer los agujeros en los zapatos o en los cintos, el bramante que untado con pez le servía para coser con dos agujas las suelas. Recuerdo que para que nos duraran mas las botas o los zapatos les ponía tachuelas y en la puntera y talonera también les ponía unos suplementos metálicos. Tenía muy buen carácter y charlaba mucho con las personas que íbamos a verle. Hubo otra zapatería, la del señor Mariano en el corral del tío Lucio.

En esta calle había tres “ranchos” que también llamaban la atención, servían para guardar el ganado: vacas, caballos, burros, ovejas, cabras…. Para las vacas, los caballos y los burros tenían las pesebreras donde les echaban la comida, unas veces heno y otras paja con pienso (centeno, cebada..) y para las ovejas y las cabras estaban las “teleras” de madera con una base de madera para echarlas de comer y rematada con una red de palos separados por
Uno de los ranchos en la calle Arriba.
Portón de entrada. Foto: E. Sánchez
donde metían la cabeza  para comer.

Era muy celebrado en los ranchos el día del esquileo de las ovejas. Seis o más esquiladores en fila preparados con sus tijeras especiales, con ovejas legadas (atadas las dos patas con una mano), empezaban  a esquilar por la cabeza, la espalda, y finalmente la tripa y sacaban el “vellón” o capa de lana en una sola pieza, la enrollaban y en el centro metían las pequeñas partículas que se desprendían. Normalmente había un zagal que tenía un recipiente con ceniza que recogían en la fragua, y cuando algún esquilador cortaba a alguna oveja, decía: “morena” y el zagal la echaba en la herida la ceniza. No faltaba la bota de vino.
Era costumbre obligada que las ovejas bajaran a dormir a los huertos hasta el primero de Julio. Las metían en una red y las cambiaban cada noche de sitio y así estercolaban las huertas. El mejor abono. El dueño de la finca pagaba al ganadero una cantidad estipulada con  arreglo a la cantidad de ovejas que dormían. El  pastor cuidaba de las ovejas, ayudado por los mastines, dormía en el chozo hecho con una armadura de retamas y una cobertura de pajas de centeno o escobas.
Navacepedilla siempre fue un pueblo ganadero. Había dos familias en el pueblo y otras dos en la Aldea que tenían rebaños de más de quinientas ovejas cada una y otras  varias familias que contaban con “hatajos” de más de cien ovejas. Eran frecuentes las peleas de perros mastines cuando las ovejas bajaban a dormir en los huertos y por las noches, eran diarias las peleas de mastines y lobos.
            Todas las familias tenían cabras que les servían para tener leche durante todo el año y sacar algún dinero de los cabritos que vendían. En muchas casas se hacía el queso de cabra, exquisito. A la leche la agregaban un trocito de “cuajo”[4] para hacer la “cuajada”, moviéndola para no se cortara y  quedara la mezcla uniforme. La cuajada la echaban en un cincho que la gente hacía
Era frecuente ver "hatajos" de ovejas mezclados
con cabras. Foto: Pedro Jiménez
trenzando las pajas de centeno, lo prensaban a mano, lo escurrían hasta separarla del suero. El queso, salado adecuadamente, lo colocaban con el cincho en una tabla con un canalillo para que siguiera escurriendo. Pasados algunos días desataban el cincho, lo lavaban y salaban, y el queso quedaba listo para consumir. Cuando las cabras y las vacas parían, los tres o cuatro primeros días la leche que daban era “leche gorda”, la cocían,  eran “los calostros”. Con un poco de azúcar estaban exquisitos.
            Cuando se perdía algún animal se tenía la costumbre de echarle el responso a San Antonio[5]. Mucha gente del pueblo lo sabía. Una noche en la taberna de la tía Juana, estaban de chateo, los hombres, claro. Y a tío Roque se le quedó perdida una cabra en el monte y un gracioso le preguntó: ¿Tío Roque, quiere que la echemos el responso?, a lo que asintió. Todos en recogimiento y Julio, muy bromista, le echo el responso:

Lobos y zorras,
que andáis por el campo escondidos,
recoged la cabra de tío Roque,
que se le ha perdido.


Y efectivamente la recogieron. Aquella noche se la comieron los lobos, que por otra parte era lo normal, ¡había tantos!.  


Era una de las calles más difícil de transitar cuando nevaba y helaba en el invierno, por lo empinada que era y lo resbaladizo que se ponía el suelo. La primera puerta a la izquierda era la casa de Juanito, el ciego. Una persona muy querida en el pueblo. Además de dominar el “Braille” a la perfección, era Maestro Nacional encargado de la Sección de Enseñanza en la ONCE en Valladolid. Pasábamos, los aficionados al ajedrez, muchas tardes en vacaciones en la “Verja”. Él tenía su tablero  en relieve para distinguir las blancas de las negras y con agujeros en los que encastraba las figuras que tenían un clavo en la base, de esta manera jugaba tocando las fichas, además tenía señaladas las fichas para distinguirlas por el color. El jugador contrario jugaba en su propio tablero, le anunciaba la jugada y Juan la realizaba en el suyo. Cuando jugábamos por diversión lo hacíamos en el tablero de Juan, él contaba con ventaja porque constantemente estaba pensando la jugada por el tacto y el contrario se podía distraer. En los campeonatos cada jugador lo hacía con su tablero.

Familia de tío Pablo y tía Bernardina. Los tres mayores: Petra,
Pablo y Bernardina. Foto: Jesús y José Francés.

            En la siguiente casa vivía tío Pablo y tía Bernardina, fue siempre una casa muy frecuentada. El tío Pablo fue cartero durante muchísimos años y con frecuencia nos acercábamos a recoger las cartas que no nos había podido dejar en casa, hacer algún giro postal, recoger algún paquete y siempre encontrábamos ayuda. Todos los días, por la tarde, se rezaba el rosario por tía Bernardina, si hacía mal tiempo en su casa y si hacía bueno a la puerta. Recordamos al tío Pablo, montado en su burro, traer el correo desde Villafranca, nevara o lloviera él siempre iba y venía con su valija, a veces sin cartas porque el correo no había funcionado o llegaba tarde. La gente se agolpaba en la plaza y preguntaban y el tío Pablo ya les anunciaba si tenían carta. Eran momentos que esperaban noticias de los soldados que estaban en el frente o también, muy deseadas, noticias de los pastores y vaqueros que estaban en Extremadura expuestos a las grandes crecidas del Guadiana.

El Ayuntamiento en el número 1 de la calle de la Iglesia en el piso superior a la escuela. Su ventana y balcón daban a la plaza pero se entraba por una escalera de la calle. Tenía, nada mas entrar a la derecha, un cuarto con el cisco para el brasero pero me llamaba siempre la atención un tronco largo partido por la mitad, en un extremo unido por un pernio y al final dos argollas para poner un candado. En el centro agujeros para colocar los tobillos de los reos, era “el cepo”, uno de los atributos de la municipalidad, los otros dos eran: cárcel y “corral de concejo[1]. El salón con losas de barro y un estrado en el ángulo superior izquierdo. A mano izquierda, entrando, estaba la secretaría con ventana a la plaza. En el Ayuntamiento se hacían los mismos trámites que ahora pero había algunos muy importantes que han caído en desuso. Normalmente en día festivo por la mañana, podía ser en jueves santo, se subastaban las tierras del común para la siembra de centeno “los rozos” por el procedimiento de “pujas a la llana”, al final de las pujas el Alcalde adjudicaba la tierra con la formula: ¿hay quien de más?, y si había silencio… a la una, a las dos, a las tres y apostillaba: “que buen provecho le haga al que lo tiene puesto”. Daba el nombre del último que había pujado y se le adjudicaba previa nota tomada por el Secretario.
Otro día muy importante era la talla de los quintos de cada año, se les media la altura en la “Talla”, la capacidad torácica, se pesaban y se les pedía si tenían alguna alegación que hacer, minusvalía, enfermedad o hijo de viuda…,  para poderse librar de hacer el servicio militar. La Mili, en el primer tercio de siglo, no era como la hemos conocido en la posguerra. Siempre ha habido enchufados. Yo mismo conocí, durante medía hora, lo que duró la presentación, a un joven, destinado en la oficina donde yo estaba
Los tres jóvenes: Felipe, Abel y
Dionisio el día de su incorporación 
a la mili, con  el primer "chusco" . 
Año 1.952.
.
que luego fue famoso jugador de fútbol. No le volvimos a ver. En el primer tercio del siglo XX se dieron tres situaciones que condicionaron la vida de muchos jóvenes y de sus familias. Los que tenían posibilidades económicas, los que realizaban estudios universitarios o tenían profesiones cualificadas, por ejemplo, se podían librar. Esta tremenda injusticia dio lugar a tres situaciones: “La redención”, “la sustitución” y “el soldado de cuota”. La “redención” consistía en pagar una cantidad al Estado para evitar el servicio militar, por la “sustitución” la familia pagaba a un sustituto para que hiciera la mili por su familiar. Desde 1.912 hasta 1.936, la mili se hizo generalizada pero apareció el “soldado de cuota”, aunque la injusticia siguió vigente. Las familias adineradas aportaban una cantidad a las arcas del Estado y   sus hijos reducían notablemente su permanencia en el ejército. En el periodo 1.912-1.925, la duración del servicio militar era de tres años, si pagabas dos mil pesetas se reducía a cinco meses y si pagabas mil pesetas tenías que hacer diez meses, se podían hacer de forma ininterrumpida o por periodos mas cortos cada año, también elegían cuerpo y destino. Hay otros dos periodos 1.925-30 la incorporación a filas es de dos años y de 1.930-1.936 que duraba un año. La cantidad a abonar al  Estado oscilaba entre 1000 a 5.000 pesetas en ambos periodos y el servicio militar ininterrumpido del soldado de cuota era de nueve y seis meses respectivamente.Todo ello sucedía en plena contienda de la guerra de Marruecos. En muchos casos, era una de las causas de la emigración de varones muy jóvenes a Hispano América para librarse del servicio  militar obligatorio.
            Otra de las sesiones mas interesante era la subasta de las regaderas. La oferta era el nombramiento de los aguadores -por el procedimiento de “pujas a la llana” a la baja”[2]- que eran los que vigilaban los tiempos de riego de cada finca. En Navacepedilla había tres regaderas  con aguadores: la de las Casas de Arriba que contaba con dos estanques, la del Carretil con un estanque en Los Pinarejos y la del Calvario con el agua del rio. El aguador gozaba
La presa de El Calvario, que tuvo su aguador, con la
que ahora se riegan gran parte de las huertas que
se cultivan.
de toda la autoridad, cuando llegaba el tiempo que a su juicio había de regarse cada finca te avisaba, y si no terminabas te quitaba el agua. Un aguador permanente en las Casas de Arriba fue el tío
Pablo. En la Aldea había un aguador para las dos regaderas que se alimentaban con las aguas del río Corneja, la de Los Trigales y la de Las Ramonas. El resto de las regaderas más pequeñas se organizaba el riego por turno, Las Cañadillas o Los Llanos en la Aldea. Casi todas las familias tenían alguna de las fincas, normalmente en las Hoyuelas, Pinarejo, Dª Juana o el Venero en la Aldea, donde regaban sus sembrados de hortalizas con el agua de manantiales que recogían en una “poza” para regar una vez o dos al día. Por el mismo procedimiento se subastaba también el oficio de guarda del término.
A la derecha, frente al Ayuntamiento, en un corral vivían tres familias. En una de ellas, la primera, entrando a la derecha, vivía tío Juan “el cestero”. Un hombre relativamente alto, enjuto, pantalón, chaleco y chaqueta oscura, cubierto con una gorrilla. Manejaba las mimbres con admirable soltura haciendo cestos, cestas y aguaderas[3] que tenían cuatro departamentos, que colocadas encima de la albarda del burro o caballo, servía, entre otras cosas, para llevar las cestas de comida a los segadores.

Siguiendo la calle nos encontramos con la Plazoleja y el edificio público por antonomasia La Iglesia, en ella nos bautizaron, tomamos la primera comunión y muchos, en ella, se casaron. Su función es celebrar el culto sagrado y la administración de sacramentos.

En mi libro sobre Navacepedilla de Corneja ya figura un amplio capítulo  sobre La Iglesia Parroquial y religiosidad popular que no vamos a repetir, pero si que hablaremos de la autorización para construir la Parroquia y de algunas costumbres sociales  en torno a ella que allí no se reflejan, alguna de mucha importancia celebradas en su atrio.

Constitución de la iglesia de navacepedilla[1].

“…sepan quantos esta Carta vieren cómo yo, Diego de Ballejo, clérigo, Cura de la iglesia de nuestra Santa María, de Villa Franca, otorgo y conozco por esta presente carta, e digo que por cuanto los vecinos de los lugares de Navazepeda e Garganta de los Hornos...obieron suplicado al M.Rº y Muy Magnífico D. Fray Francisco Ruyz, Obispo de Ávila.... y ansí mismo al Ilustre y muy Magnífico Señor D. Pedro de Ávila ... les diese Licencia y Facultad para que ellos pudiesen hazer una yglesia en dicho lugar de Navacepeda ... E agora soy convenido e concertado con los dichos vecinos de los dichos lugares, e con Diego Ximénez Herrero, e Diego González Rico, e Juan Domínguez Antonio, e Pedro González Conde, e Pedro Sánchez de Garganta de los Hornos, vecinos de dichos lugares, en nombre de todos los otros vecinos de ellos, que no están presentes, para que puedan edificar la dicha yglesia ... la cual hagan en dicho lugar de Navazepeda, e que se llame su avocación Santa María de el Rosario .... En la dicha villa de Villa Franca a veynte y seis días de el mes de junio año de el nacimiento de nuestro Salvador Jesuxpto, de mill e quinientos y veynte y seis años ......." .

            Hay abundante bibliografía destacando la existencia de espacios, porches o atrios, orientados al sur de las iglesias mozárabes y sobre todo en las románicas castellanas, en los que se desarrollaron reuniones del Concejo de Vecinos para tratar sobre los asuntos que les afectaban, hasta que tuvieron Casa Consistorial en la que se repitió la función y la forma que antes se habían desarrollado en los atrios de las Iglesias. Se continúa la tradición en la Edad Media, y en el caso de Navacepedilla desde la creación de la Iglesia hasta marzo de 1.744 que  por medio de un AUTO, el
Marqués de Las Navas autoriza a los vecinos a tener casa consistorial, cárcel y cepo. Hasta entonces, todas sus reuniones para tratar asuntos de aprovechamiento de pastos, aguas, riegos, tributos…, se celebraron en el atrio de la Iglesia, que como ya dije en Historia de Navacepedilla, la tradición constata que el Síndico, cuando celebraban estas reuniones “Concejos Abiertos”, convocadas al son de campana mayor tañida, ponía una mano en una de las cruces que hay en  la entrada a la Iglesia, final del atrio,  y proclamaba los acuerdos que tomaban o leía las órdenes superiores que los vecinos debían cumplir.

“…El concejo era la Asamblea que celebraba el conjunto de los vecinos para decidir en asuntos como el uso de los bienes comunales, la fijación de los límites del término, etc. La reunión se convocaba a toque de campana y solía celebrarse en el atrio de la Iglesia Parroquial de la localidad. Estamos en presencia de Concejos abiertos…”[2] .
            En la posguerra todos los muchachos estábamos controlados y teníamos que asistir todos los días a la catequesis y al rosario. Primero nos reunía D. Cayo en los bancos de arriba y nos preguntaba el catecismo que muchos, o casi todos, nos sabíamos de memoria. La última pregunta, que no recuerdo cual era, había que contestar: “eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante, doctores tiene la Santa Madre Iglesia que le sabrán responder”. Y tan ignorante que eres “cachete”, era la costumbre. Cuando había terminado la catequesis y D. Cayo decía: tocar a entrar. El más rápido, ya se había colocado a la esquina del banco para salir corriendo, Balbino, Jaime… a tocar a entrar. Había un agujero en el campanario por el que se veía el altar mayor y los bancos donde estábamos sentados y la faena de los chavales era tocar muchas campanadas. Cuando ya iban por ochenta, noventa… D. Cayo iniciaba la bajada para detener al que estaba tocando y al verle bajar, dejaba de tocar. Retrocedía D. Cayo, seguía tocando. Y así una y otra vez. Claro, el que tocaba ya no podía entrar en la Iglesia, porque le caían como mínimo unos buenos tirones de orejas… La obligación  de los niños era que cuando veías al cura tenías que ir a darle los buenos días o las buenas tardes y besarle la mano. A los maestros había que darles la hora y si te veían que te hacías el disimulado ya se encargaban de llamarte la atención al día siguiente en la escuela.

            La cuaresma se inauguraba con la celebración de las tinieblas[3] los viernes. La convocatoria a los actos religiosos del jueves y viernes santo, se hacía por medio de “matracas” y “carracas”, que tañíamos los  muchachos por todas las calles del pueblo, y cuando nos parecía cesábamos y gritábamos “a los
Virgen de los  Dolores y el Cristo Yacente
Foto: J. Ramón Lorenso
oficios…”.
En los oficios de Jueves Santo de trasladaba el Santísimo al Monumento instalado  a la derecha de la entrada principal, con escalera hasta el Sagrario, con velones. Lo que más llamaba la atención era la presencia de los guardas del Monumento, dos mocetones portadores de una lanza al estilo de sayones romanos. Para ser guardas del Monumento se requería ser buenos mozos y suponía un gran honor. Los mayores contaban que en épocas anteriores los guardas del monumento salían a patrullar por las calles del pueblo porque la asistencia a los actos era masiva y el pueblo se quedaba sin gente, momento que aprovechaban los “cacos”. El domingo de Ramos, todos los chavales llevábamos un ramo de acebo (ahora protegido) que nos cortaban  los padres o tíos, cada uno presumía de tenerlo más alto y con o sin intención se rozaba con el del vecino y se prepara “el follón” con la regañina del celebrante.
            Uno de los momentos religiosos más celebrados por entonces era el día del “Corpus Christi”. La celebración de la Eucaristía en la Iglesia se realizaba con toda solemnidad. Era costumbre que tanto la Iglesia como todas las calles del pueblo por donde debía pasar el Santísimo estuvieran engalanadas de flores y el suelo cubierto por tomillo de flores moradas “Lavanda”, en el pueblo “tomillo del Señor”. La Procesión transcurría por las calles del pueblo, el sacerdote con el Santísimo bajo palio que portaban las autoridades, se iba parando en distintos altares que los vecinos habían preparado. El cántico que acompañaba la procesión era: “Cantemos al Amor de los Amores…”
            En las procesiones de la Semana Santa, los pasos, las cruces, los palios,  los sacaban las personas que previamente habían participado en la subasta a tal efecto. Los mozalbetes participamos un año y nos quedamos con una bocina “cuerno” que tocábamos en la procesión del Viernes Santo.
            A los bautizos íbamos todos los muchachos y al salir de la ceremonia el padrino nos tiraba caramelos y confites. Cuando no lo hacía, los muchachos le cantábamos: “echa padrino no se lo gaste en vino…” y algunas cosas más atrevidas.
            Lo de las bodas era típico que el padrino y los padres de novio, momentos antes de la ceremonia, fueran a pedir la novia a su casa, llamaban a las puertas cerradas y abrían y se la concedían. En algunos casos tenían que esperar a que el padre de la novia le echara la bendición y le hiciera las recomendaciones de rigor.
D. Virgilio junto a los restos de la  ermita
   de San Martín en Serrota.Foto: Luis F. Vergas
            Cuando algún forastero pedía la mano de una moza del pueblo o cuando algún viudo se casaba con alguna soltera, los mozos le exigían la costumbre, que consistía en una cantidad de dinero que dedicaban a pasarse una juerga. Al que no pagaba la costumbre le daban la “cencerrada” el día de la boda. Aparecían los mozos con todos los cencerros posibles atados a la cintura saltando y preparaban a los novios, ya casados, una buena serenata.
            Entre los sacerdotes que regentaron la parroquia siempre oímos hablar de D. Antonio Tejerizo, natural de Navaluenga, que se bañaba en el río en cualquier época del año. De D. Guillermo Sánchez Lozano, que tocaba muy bien la guitarra y que jugaba muy bien al frontón, por lo visto era un hombre muy cercano, promotor de la torre de la ermita de San Juan en La Aldea. En la segunda mitad del siglo llegó un sacerdote, recién salido del Seminario, D. Virgilio, que ha estado con nosotros durante muchos años, tal vez más de cincuenta  y al que el pueblo de Navacepedilla le recuerda con mucho cariño, por el  ejemplar ejercicio de su ministerio y por la cercanía y la ayuda que prestó a la gente que le necesitó.
Tío Guillermo y tía Petra, en el corral
  de su casa. Foto: Francisco Caselles

En la Plazoleja estaba el café del tío Guillermo, tenía dos pisos. En el de abajo estaba el bar y el salón donde se juntaban los hombres para jugar a las cartas los domingos y días de fiesta. Después de la guerra se le ocurrió traer un organillo y poner baile, siendo el lugar de reunión de la juventud. En aquellos tiempos era una novedad tener un sitio cubierto para poder bailar. El repertorio era muy limitado, pasodobles y el chotis “Madrid”, siendo un organillo no podía faltar. La pieza que más nos chocaba era “La pulga de Celia”.
El tio Guillermo era un hombre bonachón pero era una de las personas que más se enfadaban cuando en carnabal le tiraban los mozalbetes algún cacharro en su casa. El que más corría detrás de nosotros era Eugenio, el yerno del tío Lesmes, todos a más de cincuenta metros de su puerta y el que tiraba el cacharro el más rápido. No había que dejarse coger porque el que te cogía te daba unos buenos estirones de orejas y te llevaba a tus padres para que te castigasen. El tío Guillermo también fue emigrante en la Argentina.



Nada más entrar en la calle, en el núm. 2,  donde vivió muchos años José “El Molinero”, antes de llegar a la Plazoleja, funcionó hasta comienzo de los años treinta el bar de tío Manolete, casado con Ángela, hermana de tío Pascual (emigrante en Argentina), Nicasia y  Felisa. Se subían unas escaleras de piedra y desde el descansillo, recuerdo a los hombres jugando a las cartas, y el loro, muy “picantón”, en una jaula colgada a la derecha de la entrada. Era muy gracioso, piropeaba a las mozas y se metía con todo  el que pasaba por allí. Repetía lo que los clientes le decían, lo asimilaba y después si conocía a la persona le largaba lo mismo . El tío Manolete fue emigrante en la Argentina, como la mayoría de gente joven en aquella época con ganas de trabajar. Allí nacieron sus cinco hijos, según me cuenta su nieto Manolo.


Justo enfrente, a la sombra de la parra, donde vivía el tío David, estaba casi permanente el tío Aniceto “el cestero”, siempre haciendo cestos. Se comentaba que se comía los lagartos y  culebras y con su piel  forraba bastones.

En la casa donde vive Florián, vivía tío Francisco y tía Nicolasa y su hija Basilisa. Enfrende tenía tío Francisco “la carpintería”, era un lugar al que me gustaba ir, en el suelo se esparcían montones de virutas, tenía una mesa muy larga donde aprisionaba las tablas para cepillar los bordes con la garlopa y el cepillo y posteriormente lijarlas. En la parte plana hacía lo mismo. Pero era muy bonito observar la cantidad de herramientas que utilizaba: colecciones de barrenas, escoplos, gubias, destornilladores… Y ¡qué olor a madera más agradable!.
            Lo primero que hacían era cortar el tronco del árbol y colocarlo en un andamio. Con el tronzador[1] cortaban las tablas entre dos personas, uno arriba y el otro abajo y posteriormente las secaban. Los restos del tronco, hasta hacerlo cuadrado, lo utilizaban para la cubierta de los tejados. Otro material que usaban los carpinteros eran  las vigas, de respetable tamaño y los cuartones para la cubierta de las casas. Para realizar muebles, estanterías,  basares, alcantareras, escaños, arcas, banquetas, sillas ….tenían que cortar a mano los listones más gruesos, no tenían ningún medio mecánico.

 Saliendo del corral del tío Francisco, en la primera casa siguiendo la calle, funcionó por los años cincuenta el bar de Pedro, el de Visita. Era sobresaliente la competencia del tío Pedro porque ya había desarrollado esta profesión,  durante muchos años, en el bar que su familia tenía en Madrid.

 Justo pasando el taller de carpintería, la primera bocacalle a la izquierda, camino del cementerio, estaba El Corral de Concejo que se utilizaba para dos misiones fundamentalmente. La primera era retener a los animales que pastaban ilegalmente en el término municipal hasta que los dueños pagaran la multa por los daños causados; la otra, juntar los burros de todo el pueblo “El burrero”, que al igual que las cabras eran sacados al campo por los dueños por riguroso turno. En este caso, como el número de burros por propietario era normalmente de uno o dos, establecer los turnos era simple, un día de guardería por cada animal.

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Calle La Aldea. Carpintería tío Francisco:
[1] .- Era una sierra de unos dos metros de larga por 15 cm de ancha que tenía para poner  dos mangos en los extremos de los que tiraban con sendas manos los dos aserradores, uno colocado arriba y el otro abajo del andamio para hacer las tablas. Primeramente marcaban el grosor de cada tabla y serraban con relativa precisión.


Calle de la Iglesia:
[1] .- Ver pags.55-70 de NAVACEPEDILLA DE CORNEJA del Autor.       
[2] .- Ofrecer el menor jornal para ser el aguador.
[3] .- Eran de mimbre. En torno a dos guías de palos paralelos, el “cestero” construía cuatro departamentos. Las mimbres, ramas de sauce, las cortaban y en hatillos, sujetados por una gran piedra, las metían en el río durante bastantes días para que se ablandaran y poderlas manejar para hacer los cestos o en su caso, pelarlas, para hacer cestas blancas.


Calle Arriba: 
[1] .- Prefiero referirme a las personas como se hacía en el pueblo “tío Daniel” en lugar de señor Daniel, por ejemplo.
[2] .- También el tío Daniel se dedicó a vender pan de su horno por los pueblos de la sierra.
[3] .- El tío Bernardo fue un personaje muy entrañable para los jóvenes porque siempre estaba dando bromas, a  cambio los jóvenes festejaban mucho tirarle cacharros en el portal de su casa en los Carnavales (ver nota al pie, pág. 170 “Apunte Histórico-Sociológico” Navacepedilla de Corneja).
[4] .- El “cuajo” era el estómago de los animales (cabritos o corderos) de leche. Cuando  los sacrificaban colgaban el estómago y lo dejaban que se secase para usar el contenido para fermentar la leche y hacer el queso.
[5] .- Ver página 53. NAVACEPEDILLA DE CORNEJA. Apunte Histórico Sociológico.
  


Fragua:
[1] .- Especie de cuchilla encorvada que utilizaba el herrero para cortar parte de la pezuña,
[2] .- Especie de cuchilla plana, con bordes, terminada en un mango sobre el que apoyaba su hombro el herrero para hacer fuerza, rebajar y aplanar el casco de la pezuña de los animales.


Iglesia:
[1] .-  Del artículo publicado por D. Julián Blázquez Chamorro en Cuadernos Abulenses, núm. 29 del año 2.000.
[2] .- Diccionario de Historia de España.  Pág. 151. Jaime Alvar Ezquerra.

[3] .- Pág. 51. Historia de Navacepedilla. 



Partidas de pelota:
[1] .- Como “Barranqueños” se conocían a los habitantes de: Mombeltrán, San Esteban,  Santa Cruz,  Villarejo y Las Cuevas, estos cuatro últimos “del Valle”.


La Plaza y El juego de Pelota:
[1] .- Sobre este tema es muy interesante: Las Fiestas, de la antropología a la historia y  etnografía. Publicado por la Diputación Provincial de Salamanca 1.999. Sobre todo el capítulo “Comprender las Fiestas” por Honorio M. Velasco Mahillo,  págs. 71-72 referentes a Navacepedilla.


Posada:
[1] .- En Navacepedilla “morillones”
[2] .- Se llamaban “latas” a unas varas largas.
[3] .- Gentes de las cinco villas:  Mombeltrán, San Esteban, Villarejo, Cuevas y Santa Cruz, los cuatro últimos del Valle, que con mulas cargadas con aceite y vino pasaban el Puerto El Pico y en los pueblos de la Sierra lo vendían o cambiaban por patatas, judías, centeno …
[4] .- En la posguerra, el aceite estaba racionado, escaseaba, era muy caro y muy difícil adquirirlo de estraperlo. Se llegó  a cambiar el tocino( por su contenido en grasas) por jamón casi al mismo peso..