pozo a refrescar, metidas en un tubo de cinc suspendido por una
cuerda.
El tío Lesmes, primero por la derecha. Los dos niños Santiago y Victoria, sus hijos. Años treinta. Foto: su hija Victoria. |
Entrabas en el
patio, a la derecha, y encontrabas dos puertas, la primera “el portón” para la
entrada de las caballerías y carretas a las cuadras, la segunda para la entrada
a la posada. Bajando uno o dos pasos, a mano izquierda, estaba el mostrador
para bar y comercio. De frente, la amplia cocina, enlosada con lanchas, con escaños, banquetas,
el caldero colgado de las llares y, sobre
el fogón, los “morillos”[1] para
colocar la leña y las trébedes encima de las ascuas de la lumbre, los escaños a
ambos lados de la lumbre y al final la mesa y banquetas. En el techo las
“latas”[2],
preparadas para colgar los chorizos. A la derecha, tras recorrer un pasillo, te
encontrabas, a mano izquierda, con las dependencias para los “arrieros”[3]; y al
fondo, estaba la “salilla” donde
pasábamos los jóvenes las tardes de los domingos jugándonos galletas de
vainilla a las cartas. En el piso superior, subiendo por una escalera de piedra
desde el corral, un piso con cocina y habitaciones para alquilar.
En el patio, la
rana, el juego preferido por los jovenzuelos. Los domingos, el primero de la
“panda” que terminaba de comer corría a casa del tío Lesmes para recoger las
fichas de la rana y a jugar durante toda la tarde. Claro, gastábamos lo que
buenamente podíamos porque nos podían quitar las fichas para dárselas a otros.
Entrevista
a Victoria Hernández 16/08/2018 con 97 años.
Era un establecimiento donde se hospedaban
todo tipo de personas que venían al pueblo. De Armenteros y de su anejo
Revalbos, provincia de Salamanca, venían con barro rojo y blanco (podría ser
cal) para “jalbegar” las casas. De los
pueblos de la Sierra, Navarredonda, Cepeda de la Mora, Navadijos, San Martín de
la Vega y Garganta del Villar venían a las ferias de Piedrahita y Villafranca y
los martes de cada semana al mercado de Piedrahita. Se quedaban en la posada
con los ganados: vacas, caballos, ovejas, cabras… y las dejaban en las cuadras
y en los corrales, con la consiguiente complejidad que suponía el hospedaje del
ganado de distintas especies y de distintos dueños. También llegaban
“Quincalleros” que arreglaban toda clase de “cacharros” de hierro, porcelana o
de latón: cazuelas, sartenes, calderos de cobre, pucheros, barreños, cubos,
aceiteras… Venían compañías de teatro
que representaban sus obras en la plaza,
en corrales o en grandes casillas. Otros nos ofrecían cine, sobre todo en
verano. Frecuentaban la posada los pañeros de Berrocal que se quedaban a
pensión completa en el piso de arriba.
De San Moral venían los pieleros y otros
vendiendo sillas, cantaros y ruedos. Los ruedos eran como una especie de
alfombra redonda que se ponía en las habitaciones al lado de la cama. También,
venían arrieros de Santibáñez, El Guijo y Guijuelo con las mulas cargadas con
banastas repletas de tocino que vendían por el pueblo y lo cambiaban por
jamones dando algo más del doble de lo que pesaba el jamón por tocino[4].
En los últimos inviernos, cuando nevaba mucho,
mi padre Lesmes solía acompañar a los arrieros junto con Daniel el caminero
hasta el puerto Chía y, en una ocasión, se quedaron atrapados, adelantándose un
arriero hasta Garganta a pedir ayuda. Vinieron los hombres del pueblo con palas
y les ayudaron a salir de allí abriendo el camino y así pudieron llegar hasta
la posada en Garganta del Villar.
Cobrábamos 1 pesetas por cada persona que
pernoctaba, y con ello, tenían derecho a dormir con sus caballerías en el “descargadero”
que tenía pesebreras para dar de comer a las caballerías con argollas para
atarlas. En la zona opuesta, con su “hato”,
dormían los “arrieros”. La posada les facilitaba el pienso y la paja
para las caballerías, previo pago de su importe. Preguntábamos lo que querían
comer o cenar, solían ser patatas con bacalao, patatas con carne, patatas con
conejo, “caldereta de cabrito”. Hacíamos un único plato para todos. Se servía en una fuente grande y todos comían
y bebían del mismo sitio. Para el desayuno hacíamos “patatas gobernadas” con
“torreznillos”.
La mayoría de los “arrieros” eran conocidos y
por lo tanto convivíamos con ellos como una gran familia, compartíamos la
amplia cocina donde siempre había una buena lumbre, además de usarla como
comedor común. En las sobremesas, sobre todo después de la cena,
compartíamos experiencias, inquietudes,
dificultades y anécdotas. Había algunos que dejaban las caballerías y la
mercancía en la posada y salían a vender las mercancías, vino y aceite, sobre
todo. Era el caso de Agustín “El Sordo” que dejaba en la cuadra a su mula
blanca y salía a repartir el vino que traía por las casas, tampoco comía en la
posada porque lo hacía en casa de sus familiares, tu abuelo Cándido, la tía
Medarda... Cuando las inclemencias del tiempo se complicaban y hacía mucho frío,
dormían en la salilla y en los escaños de la cocina. Había algunas excepciones
con los que se quedaban a pensión
completa, dormían en las habitaciones en
el primer piso.
En la tienda-bar ofertábamos de todo, desde
todo tipo de alimentos hasta medicinas, zapatillas y hasta sombreros de
distintos tipos.
Tío Lesmes, cuando se manchó a la Argentina. Foto: su hija Victoria |
Mi padre, de joven, se marchó a la Argentina
con sus hermanos José y Julián, tía Elisa, Dionisio, Teodora. José y Julián
emigraron después a EEUU. José ejerció
de intérprete cuando en los años cincuenta vinieron los americanos con un
autocar-vivienda impresionante que instalaron en nuestra huerta. Fue una persona de un carácter afable con
todos y ejerció de Juez de Paz durante muchos años. Su principal dedicación fue
el cultivo de las tierras y el abastecimiento de las necesidades de la posada:
traer la leña, los alimentos para la tienda, las bebidas para el bar y preparar las cuadras y los corrales
para el ganado. Mi madre Amelia se encargaba de la cocina que
no era poca cosa, a veces había treinta o cuarenta personas, preparaba las
habitaciones, despachaba en la tienda-bar, lavaba la ropa y además criaba a sus
hijos.
Cuenta su
biznieta Amelia, en el pregón que pronunció este año 2018 en las Fiestas de La
Peña El Cuervo: “… los granujillas del pueblo obligaban a mi
abuelo a recoger los melocotones, cuando todavía estaban verdes, para que no se
los robaran para hacer limonada”. Lo que ignora Amelia es que mi pandilla
lo teníamos muy bien planeado. Mientras Balbino y yo éramos los designados para
coger algunos melocotones, los imprescindibles para hacer un barreño de
“melocotones en vino”, el resto, que eran muchos, entretenían a Victoria y al
propio tío Lesmes. Procurábamos cogerlos entresacados para que no se notara.
Pasados unos días se los dábamos a algún arriero para dejarlos en casa del tío Lesmes por encargo de los mozos. Posteriormente
íbamos a encargar la limonada. Nosotros creímos que el tío Lesmes lo sospechaba
pero es que éramos como de la familia, teníamos mucha relación. Su biznieta en el pregón lo expresa
así: “.… Los rincones de esta casa están
llenos de recuerdos. En ella se hospedaban los arrieros que venían del barranco
a vender vino, aceitunas, fruta, pero además, era un lugar de encuentro para
los habitantes del pueblo que cuando terminaban de trillar o de sus quehaceres
en el campo se iban a la posada del tío Lesmes a ver los toros en la
televisión, en blanco y negro, eso sí”. Es verdad que para nosotros “los
mozalbetes” era un sitio entrañable en el que pasábamos todas las tardes de los
domingos.
Monumento a los arrieros en Villarejo del Valle. Foto: Ángel Luis |
Sigue Victoria
contándonos: “los “arrieros”, que venían sobre todo de las cinco villas, tenían
que pasar por el puerto El Pico, por la calzada romana o por caminos y veredas
para evitar a la Guardia Civil, y el Puerto Chía, por el que no pasaba casi
nadie, y las nevadas en invierno eran impresionantes. Llegaban helados, a veces
en situación límite, y para recuperarlos los envolvíamos en una manta y los
cubríamos con una capa de estiércol. Al ir entrando en calor, en muchos casos,
les entraba una tremenda “tiritera”. Los
que no tenían problemas, siempre se encontraban con una buena lumbre, la
salilla y los escaños de la cocina para dormir, aunque su sitio fuera “el
descargadero”.
Frente a la
posada, en la misma calle, estaba la casa
del médico D. Saturnino que estuvo en el pueblo durante muchos años.
Competía con el señor Mauricio, el del comercio, de ser buen cazador. La verdad
es que no eran buenos cazadores. Un buen día que estábamos de puesto con el
reclamo, al poco rato de empezar, después de oír dos o tres disparos y pensar que
habría cobrado varias piezas, apareció
D. Saturnino tan solo con la perdiz del reclamo muerta. El médico estaba
contratado por el Ayuntamiento pero le pagaban los vecinos. Se nombraba una
comisión que era la encargada de establecer el importe de la “iguala”, cantidad que cada familia, de acuerdo a los bienes que poseía, pagaba cada mes al médico por sus servicios. El médico encargaba el cobro a una persona. Yo creo que pagábamos todos. En
aquellos momentos había enfermedades casi incurables que ahora no son
consideradas como enfermedades. Morían
bastantes niños y personas mayores, sobre todo de pulmonía. Por los años
cincuenta llegaron las sulfamidas (penicilina) y la mortandad se redujo
enormemente. Recuerdo la primera o de las primeras personas que el médico la
recetó las sulfamidas y se presentó su mujer en casa de D. Ramón, que era el
médico, a preguntarle con qué le daba la medicina y el médico la tuvo que
explicar que se introducían por el ano. Era los famosos supositorios. Las
gentes tenían miedo de las aguas porque muchas fuentes podían estar contaminadas
y eran la causa real de muchas infecciones, como el tifus.
Caminando por la calle Real nos encontramos con otro
lugar emblemático, el “comercio del tío
Santiago”, después de su hijo Mauricio. Era un comercio en toda regla, con
“sabor” americano (el Sr. Mauricio fue emigrante en Méjico). En el mostrador
tenía el serpentín-medidor del aceite, la balanza de doble platillo para pesar,
la colección de pesas encastradas en madera, las medidas en aluminio para medir
líquidos, la cuchilla para cortar el bacalao y los productos expuestos a la
venta muy organizados en estanterías.
La fanega, la medía fanega, cuartilla,
medía cuartilla, hasta el medio celemín
para medir áridos y una gran romana para pesar los sacos de abono,
piensos, judías,….Al entrar sentías un olor característico, se mezclaban el del
pimentón, el escabeche que vendía a granel de latas de dos o tres kilos, el
aliñado de las aceitunas…. También vendía cosas de ferretería que necesitaban
los vecinos labradores: clavos al peso, azadas, sogas, trillos, rejas, horcas,
cartuchos para la caza e hilos para pescar truchas. Y hasta contaba con una
caja registradora muy antigua, con manivela claro. Todo estaba muy organizado y
expuesto, por eso nos gustaba tanto a los chavales ir a los recados al
comercio. Además el tío Mauricio,
siempre nos daba algún confite. Era muy
buen comerciante.
La fachada es original, sin la verja, que es un añadido. En el muro, el número 10 de la Calle Real. |
El porche de
entrada era también muy típico: El piso perfectamente enlosado y enrollado, con
troncos de madera para sentarse. De la
pared pendían varias argollas para atar
los animales y adosados al techo de madera varios nidos de golondrinas. Era
frecuente ver caballos atados en el porche, con su montura, con los estribos y
unas grades alforjas donde cargaban las viandas que semanal o quincenalmente
adquirían los vaqueros y pastores de la sierra.
Fecha de inauguración |
Antes de llegar a
la plaza nos encontramos con otro comercio “el de tío Epifanio”, también
se le conocía como el de la “tía Medarda”. En él se vendían las mismas
cosas pero sobre todo comestibles. Lo que más nos llamaba la atención era que
el mostrador era de madera y en el centro tenía una ranura por la que se
introducían las monedas que directamente caían al cajón.
La
Plaza y el Juego de Pelota: El lugar de encuentro por antonomasia. En ella
se celebraban las fiestas[1] que no
eran pocas: San Martín, aunque su fiesta era el 11 de Noviembre, como hacía
mucho frío, se trasladó al día siguiente del domingo de pentecostés, Nuestra
Señora de Julio (2 de julio) y, la más importante, La Virgen del Rosario (7 de
Octubre). A partir del año 1983, en el primer fin de semana de Agosto,
organizadas por La Peña “El Cuervo” se celebraban y se siguen celebrando las
fiestas de verano.
La
fiesta más importante se celebraba en torno al primer domingo de Octubre, la Virgen del Rosario, entroncada en la
tradición agrícola y ganadera. Se acababan de recoger los frutos del campo, el
heno, los cereales, las judías, las patatas y muchos hombres y familias enteras
se disponían para irse con los ganados a Extremadura.
Se comenzaba el domingo por la mañana, con los
preparativos en las casas. Se sacaban del baúl los trajes, muchos de ellos de
pana, los vestidos más elegantes, los zapatos y las camisas blancas que
planchaban las amas de casa con las planchas que colocaban a la lumbre para
calentarlas, otras se les introducían “ascuas” en su interior, se las atizaba
con el fuelle de mano, echaban humo por una pequeña chimenea, se calentaban y a
planchar las enaguas y las camisas con almidón.
Duraban tres
días, dos que pagaban los mozos y uno las mozas. Ya entrados los cincuenta se
agregó un cuarto día que pagaban los casados. Era un pueblo muy bailarín. Se
hacían unas listas de mozos y mozas y no había nadie que bailara que no pagara.
Si no pagabas, no bailabas. La música la realizaban los dulzaineros: dulzaina,
tamboril y bombo. Fueron músicos muy
populares, que tocaron muchos años, los Barriguillas,
un padre con su hija y su hijo pequeños, posteriormente ya se fue aumentando la
orquesta con dos gaitillas “Los Talaos” y por último, dos gaitillas, redoblante
y un batería “Los Pachulos” de Macotera (Salamanca).
Se empezaba con
la misa, a la que asistían las autoridades, Alcalde y Concejales. Era un
momento extraordinario, el sacerdote se explayaba con un largo sermón desde “El
púlpito” y se tocaba el Himno Nacional durante la consagración. En la
procesión, mientras se recorrían las calles del pueblo, como ahora, los mozos
volteaban las campanas. El volteo de la campana mayor lo hacían dos buenos
mozos porque había que darla vueltas con las manos dando el impulso en la cabecera
de madera, y agachándose cuando pasaba la campana, así una y otra vez. Tenía su
peligro. La procesión seguía el recorrido de costumbre. Salía por la puerta
grande de la Iglesia, continuaba por la puerta oeste del cementerio, Plazoleja,
inicio de la calle de la Aldea, calle Real, la Plaza, calle Enrollada,
nuevamente calle de la Aldea para entrar en el cementerio por la puerta Este. Al
acabar la procesión, por el procedimiento de pujas al alza, se subastaba el
cordero o corderos que los ganaderos del pueblo regalaban a la Virgen como
agradecimiento por haber regresado “con
bien” de Extremadura.
El ambiente en la
plaza era muy concurrido, los jóvenes y los menos jóvenes bailaban pasodobles,
tangos, valses y jotas. También asistían muchas personas de todo tipo que no
bailaban pero
presenciaban la fiesta. Algunos eran los únicos días que estaban
en su pueblo, unos porque estaban fuera trabajando y otros porque su vida
transcurría la mitad en Extremadura y el resto como pastores o vaqueros en la sierra.
Alrededor del baile se colocaban los puestos de los “almendreros”. Se llamaban
así porque era el producto que más vendían “almendras garrapiñadas”. En cada
puesto ponían una diana en la pared y con escopetas de aire comprimidos se
tiraban flechas, al ganador le daban un vale y cada dos o tres partidas tenía
derecho a un cucurucho de almendras. Otra de las formas que utilizaban “los
almendreros” era vender cartones en los descanso del baile y proceder al
sorteo. El agraciado o agraciada, obtenía el consabido premio, el paquete de
almendras garrapiñadas. En los portales de la plaza solía ponerse con chuches
la señora Tomasa, de Villafranca, a ella íbamos los chavales a comprar y lo
podíamos hacer con dinero o por intercambio, ofrecíamos nueces a cambio de
chuches.
Año 1.953. El niño es Eusebio. A la izquierda de la imagen el bar
de Leopoldo. A la derecha, el Ayuntamiento, y en el piso bajo La Escuela. Foto cedida por Loren. |
Se bailaba por
parejas. Los mozos sacábamos a bailar a las mozas y cuando otro mozo deseaba
bailar con ella pedía “el favor”, normalmente se le concedía. Había bailes que
una chica podía bailar, por aquello del favor, con varios chicos. Se respetaba
las parejas que eran novios. Los bailes no eran como ahora, se tocaban
pasodobles, tangos, valses que eran “agarrados” y al final la jota. ¿Quién no
se acuerda en los años cincuenta del tango “la Comparsita” o del pasodoble
“Sangre Gitana”?.
Naturalmente que
tanto las mozas como los mozos se hacían
un traje para la fiesta, la mayoría de los hombres de pana,
confeccionado por Hermógenes, el sastre de Villafranca. Las
mozas, no todas,
llevaban un pañuelo que colocaban en la mano del bailaor para que no les
manchara el vestido con el sudor.
Por la izquierda: Manolo, Consolada, Porfiria, Alfredo, Beatriz
con niño en brazos, Luci, Jose Luis, Petri. Agachados: Manolo y
Elena. Con traje típico, día de las mozas. Foto: E. Sánchez
|
El día más
celebrado era el tercero, el día de las mozas. La mayor parte se vestían de
serranas, también algunos mozos se vestían con el traje típico. Se tocaban
valses y jotas para, al dar las vueltas
o bailar la jota, lucir los bordados de las enaguas.
El horario de los
bailes era de seis a nueve de la tarde, antes de las seis no se podía poner el
baile porque estaba celebrándose el rosario y uno de los permisos que teníamos
que pedir los mozos para celebrar los bailes era el del cura. El baile de la
noche se ponía después de la cena hasta las doce. Se terminaba con la Jota.
Relativo al
baile, circulaban unos ripios jocosos:
Arrímate bailaor,
arrímate que no pecas,
que si no te arrimas
es como comer pan a secas.
Los músicos comían
y cenaban en las casas del pueblo. No había ningún problema, el que los
invitaba se lo comunicaba a los organizadores que se lo confirmaban. Las
comidas y las cenas de los días de la fiesta eran extraordinarias, la
caldereta, cochinillo al horno, las judías blancas aderezadas con matanza como
primer plato, y sobre todo, el pollo de corral que se criaba para estas fechas.
En La Aldea se
celebraba la fiesta de San Juan el
24 de Junio. Se comenzaba con La Santa Misa, después la procesión por las
calles de la Aldea y al finalizar la subasta de uno o más corderos regalados al
Santo por los ganaderos. Dos o tres días de fiestas con animados bailes en los
Poyetes. La muchachería de Navacepedilla, nada más comer, nos subíamos pero
pasábamos por el charco San Juan a bañarnos, era la inauguración de la
temporada. El que se resfriaba, regañina de sus padres, por haberse bañado.
Normalmente no nos dejaban. La tarde noche de San Juan, las familias de
Navacepedilla solían subir y merendar antes en el Cerro
Además de estas dos fiestas patronales de Navacepedilla de Corneja y Garganta de los Hornos se celebraban otras fiestas de tradición religiosa que fueron desarrolladas en el capítulo cinco de “Navacepedilla de Corneja. Apunte Histórico-Sociológico” con el título: Religiosidad Popular.
Además de estas dos fiestas patronales de Navacepedilla de Corneja y Garganta de los Hornos se celebraban otras fiestas de tradición religiosa que fueron desarrolladas en el capítulo cinco de “Navacepedilla de Corneja. Apunte Histórico-Sociológico” con el título: Religiosidad Popular.
En la plaza estaba la escuela de los niños. La entrada era un portón con dos partes,
la encimera y la bajera, como la mayoría de las casas del pueblo, tenía
ventanas a la plaza y al juego de pelota. La mayor parte era sala de clase con
mesas bipersonales. En el fondo norte un estrado presidido por un
crucifijo y cada lado las fotos del
Caudillo y José Antonio, estábamos en los años cuarenta. En el centro estaba la
mesa del maestro. A la izquierda del maestro un encerado y un armario con
libros, con pocos libros. Yo recuerdo
los quince ejemplares del Quijote, que era donde leímos, claro los mayores.
Formábamos un corro de pie alrededor de la mesa del maestro y leíamos. Cuando
el maestro nos nombraba, una veces decía: el siguiente, y otras nos nombraba
salteados para controlar que todos seguíamos leyendo. Cuando nos despistábamos
y no seguíamos nos castigaba de rodillas o la primera vez “un palmetazo”, la
segunda dos…. El otro encerado estaba situado en el espacio dedicado a aula de
clase en la pared que daba a la calle de la Iglesia. Había un cuarto, que tenía
la entrada junto al armario, en el estrado, con cisco y mesas estropeadas, el
“cuarto trastero”.
Los treinta y
cinco o cuarenta alumnos estábamos organizados por secciones. Tres secciones
por edades y dentro de cada sección
por conocimientos. Para escribir y hacer cuentas, por lo menos en las
secciones de pequeños, usábamos la
pizarra y el pizarrín y un
trapito para limpiarla. Los mayores usábamos cuadernos y escribíamos con lapicero
y pluma –palillero y plumín-. En cada mesa bipersonal teníamos encastrado el
tintero. La tinta la hacíamos en clase, normalmente al que le mandaba el
maestro. En una botella con agua
echábamos los polvos azules, se la agitaba y ya se podía usar. De todas maneras
todo el mundo seguía usando la pizarra hasta que en los años cuarenta, llego la
cartilla “Rayas”, los cuadernos y la enciclopedia de Dalmau Carles. La
calefacción era prácticamente natural, solo en la mesa del profesor había un
brasero, prácticamente todos los niños padecíamos de sabañones.
D. Julián fue el profesor que más años estuvo en Navacepedilla, considerado y apreciado por el vecindario.
Zósimo, Sátur y Paco, Foto: Familia Mendoza |
D. Julián fue el profesor que más años estuvo en Navacepedilla, considerado y apreciado por el vecindario.
En la plaza además
de la escuela y el Ayuntamiento -aunque este tenía su entrada por la calle de
la Iglesia-, estaba la taberna de la tía
Juana y la de tío Quico “El Barbero”
aunque esta última, situada en el número uno de la calle Arriba, eran con la
posada del tío Lesmes los bares más
frecuentados en las sobremesas y en los días de fiesta. En los cincuenta,
aunque no por mucho tiempo, funcionó el bar
de Leopoldo en la plaza, a la izquierda entrando, la salilla donde
jugábamos a las cartas y en los carnavales organizábamos los guateques con los alimentos, de todas clases, que
recogíamos por las casas: huevos, cocidos, quesos, chorizos... Recuerdo un día
de carnaval que estábamos reunidos en la salilla y, por la ventana, apareció
tía Consuelo enseñándonos media docena de huevos, salimos corriendo y no solo
la quitamos los huevos que llevaba sino algunos más que tenía en el basar. La
gente no se enfadaba, presumía que los
mozos les quitaran las cosas para sus juergas. En la mayoría de los casos eran
los propios hijos de la casa los que nos decían dónde estaban.
En ellos también
se organizaban celebraciones de bodas. El
primero, el de la tía Juana, ha funcionado hasta hace pocos años, tenía un portal
grande, al fondo a la derecha el mostrador alargado con una pila blanca de
mármol en el centro para fregar los vasos, el servicio era el balcón que daba
directamente a la huerta. Dentro del mostrador la “trampa” para bajar a la
bodega donde conservaban el vino fresco. Según se entraba, a la izquierda,
estaba la salilla para jugar a las cartas, los domingos y días de fiesta también
se organizaban partidas en el portal. El segundo, el del tío “Quico” era,
además de bar, peluquería-barbería. Yo recuerdo alguna vez celebrarse baile con
una gramola. Finalmente se convirtió en despacho de carne.
Los juegos de cartas eran: la brisca, el tute,
el mus, la mata y el subastado.
Y en la plaza
estaba El Pilón, frecuentemente
visitado para coger el agua con cántaros y cubos para los menesteres de las
casas. El pilón era también un buen juguete para la chavalería, echarse
agua
unos a otros, y sobre todo, para beber agua de los caños, subidos en el borde.
Era un reto subirse al borde, alcanzar el grifo y beber a “bruces”, pero hasta
llegar a la primera vez raro era el chaval que no cayó al pilón, con la
consiguiente regañina de sus padres. Había otra estampa todas las mañanas muy
temprano en el pilón, el tío Manuel, toalla en mano, lloviera, nevara o hiciera
calor, se chapuceaba la cara y su cabeza
calva en el pilón.
Año 1.954. Elena, Pili y Feli, en el pilón con cántaro y botijo. |
Las partidas de pelota se celebraban preferentemente
los domingos. La pared sureste de la
escuela se utilizaba de frontón, con una trampa que era la chapa que tapaba la
ventana de la escuela. Como el suelo era muy irregular presentaba muchas
dificultades, la parte final de rollos. Los buenos jugadores no dejaban, en el
saque, votar la pelota y los extremos a ambas paredes del frontón tenían que
ser muy habilidosos. Yo recuerdo partidas con mucha pasión: Santos Jiménez y
Paulino Jiménez contra dos “barranqueños”[1] . Cada
vez que venían al pueblo a vender aceite, vino… se preparaba la partida. Se
fabricaban las pelotas los mismos jugadores, las forraban muy bien con piel de
gato. En el pueblo fueron buenos pelotaris: Pedro el de tía Eugenia, Santos
Jiménez, Paulino Jiménez, en el extremo izquierda Silvino Hernández y en la
derecha D. Ramón, el médico. Los mayores recuerdan a Hermógenes, que emigró a
la Argentina donde empezó ganándose la vida como jugador profesional y a D.
Guillermo, el cura. Se jugaban las consumiciones, chatos de vino, más tarde
cervezas que había que abonar después en
la taberna da tía Juana.
El
juego de pelota también servía para la
tertulia en los días soleados de invierno cuando la nevada era tan copiosa
que no podían hacer nada. Limpiaban el suelo de nieve y allí se reunían los hombres. Cuando
llegábamos los chavales y la conversación era subida de tono, alguno de los
reunidos decía “ropa tendida” y cambiaban de conversación. Los escolares nos
íbamos al “cotanillo” (delante de la puerta donde vive hoy Pablo y Justi) y
preparábamos un montón de bolas de nieve
cada uno. Cuando ya las teníamos preparadas las tirábamos por encima del tejado
de “La Verja” y caían sobre los hombres allí reunidos. Inmediatamente teníamos
que salir corriendo porque salían a por nosotros y, por lo menos, unos buenos
tirones de orejas te llevabas. Algunas veces nos llevaron al Ayuntamiento y
recuerdo, una vez, que nos castigó el maestro porque dimos a su hija pequeña, que llevaba él en
brazos, con una bola de nieve.
El
Colegio de Las Niñas: por la alumna Elena Sánchez.
Llegué a Navacepedilla unos meses antes de cumplir los siete años,
procedente de Madrid.Ya había estado allí con mis padres a pasar algunos días
de vacaciones en casa de la abuela, pero esta vez, las vacaciones iban a ser
más largas. La abuela me llevó al colegio.
Dª Primi en su última
visita a Navacepedilla.
|
Por las mañanas teníamos un descanso de media hora –el
recreo- y todas las niñas salíamos a jugar. Nuestro juegos eran parecidos a los
que jugábamos en Madrid.
¿A qué jugábamos los niños?
La “muchachería”
en los años cuarenta del pasado siglo era muy numerosa. Había dos escuelas, una
de niños y otra de niñas con una matrícula que oscilaba entre 35-40 alumnos. La
escuela de niños estaba en la plaza y la de niñas en la calle de la Fragua. Nos
agrupaban en tres secciones. Los dos maestros que estuvieron más tiempo en el
pueblo y que recordamos con respeto por su buen hacer, fueron Dª Primitiva
Portero y D. Julián de Obeso. A los
mayores, que estuvieron en primaria, por
los años veinte, como los que asistieron con él a clases de adultos, les oímos
hablar muy bien de D. Segundo Durán, natural
de Arenas de San Pedro.
Normalmente jugábamos todos en la
plaza pero las niñas jugaban más en el patio de la Iglesia “cementerio”. Todo
era muy diferente y los juegos era enormemente imaginativos:
La Taba:
con uno o más huesos de la rodilla del cordero o cabrito “la taba”, jugábamos como a
los dados, cada uno tenía cuatro caras, cada cara tenía su nombre: hoyos, tripas, lisos y carneros. Además de tirarlos,
como los dados, también los tirábamos hacía arriba y los recogíamos con el envés
de la mano extendida antes de caer .
A Los Pipos:
Cada uno teníamos un saquito con judías “pipos” de diferentes colores que por
consenso tenían distintas valoraciones. El juego consistía en recorrer un camino
sinuoso, previamente señalado en el suelo. El que primero llegaba al hoyo “El
Gua” ganaba y recogía para él los de los demás. Teníamos muchas variedades que
se cosechaban en el pueblo y consensuábamos el valor de cada uno en un pacto
que no se podía incumplir. Se intercambiaban como los cromos teniendo en cuenta
el valor que dábamos a cada uno. Posteriormente se traduciría en “juego de
chapas”.
La Gallina Ciega: Un corro y en el centro el que se quedaba
“la gallina” con los ojos vendados. El corro se estiraba para que la gallina no
te tocara. El juego seguía hasta que “la gallina” tocaba a uno y le reconocía.
Si no le reconocía se volvía a quedar y si le reconocía tocándole, el tocado hacía de “gallina ciega”. Una variante era “Los correazos”, en el corro se quedaban
dos, ambos con los ojos vendados, uno con la correa. Cuando el de la correa estaba cerca del otro por los
murmullos del corro soltaba el correazo. Estaba prohibido dar latigazos en las
partes altas.
A la zapatilla por detrás: Se celebraba en los bancos de piedra de la
casa de la verja. Nos sentábamos en los poyos y detrás de los sentados se
introducía una zapatilla. Uno, por sorteo, se quedaba y buscaba la zapatilla.
Los que estaban sentados pasaban de un lado a otro la zapatilla y “zapatilleaban”
en el culo, cuando podían, al que se
quedaba y volvían a introducir detrás la zapatilla haciéndola circular por
detrás de un lado para otro. Si el buscador la cogía, bien al zapatillearle o
detrás de alguno de los jugadores, ese se quedaba y el otro ocupaba su sitio
sentado.
A la Peonza: Con la cuerda del peón se trazaba un círculo.
En el centro del círculo se ponían los peones de los jugadores perdedores
alineados alrededor del centro con los picos para adentro tapados con tierra. El
resto de los jugadores, desde fuera del círculo, tiraban a destapar a los que
estaban en el centro. Si no destapabas ninguno o se quedaba tu peón dentro del
círculo, no le podías coger y te quedabas.
Al Calvo:
Se podía jugar en cualquier lado pero nuestro lugar preferido era el cementerio
porque el cura, D. Cayo, nos perseguía y cuando podía nos quitaba el calvo. El
juego consistía en poner “el calvo”, que era una rama de árbol con tres patas.
Se ponía “el calvo” (no tenía cabeza y menos pelo) con las patas hacía el
suelo. Un jugador cuidaba de ponerle dentro de un círculo y el resto con un
palo tirábamos desde el “pate”, situados a unos veinte metros. Mientras al
calvo estaba de pie era difícil recoger tu palo porque el cuidador te podía
tocar con su palo y tenías que hacer tú de cuidador. Cuando alguno de los
jugadores le tiraba “calvo caído” era cuando se aprovechaba a recoger los palos
porque el cuidador estaba ocupado en volver a ponerle. Estando el calvo caído
no podía tocar a nadie. Lo que más nos divertía era cuando aparecía don Cayo,
el cura, con sus dos metros de estatura, con su enorme sotana abotonada y nos
“pillaba”. Al que cogía le caía una buena estirada de orejas que nos hacía ver
“las estrellas”. Normalmente, desde el pate, le veíamos salir por el corral y
dábamos “el queo” y desaparecíamos con el calvo y los palos. No hacíamos nada
malo pero no le gustaba.
A Migas:
Nos juntábamos doce o más jugadores y la manera de sortear era “echando a
pies”. Se iba escogiendo un jugador alternativamente hasta que se terminaba. El
sexteto que había ganado saltaba encima de los perdedores que se ponían
agachados “burros”. Si al saltar, se caía algún jugador del equipo que saltaba
o daba con los pies en el suelo, el equipo se ponía de “burros” y el otro
equipo saltaba. Cuando todos los jugadores del equipo ganador se mantenía
encima de los “burros” firmes, que no se caían, el encargado del otro equipo
“capitán” decía: “migas” y se bajaban y continuaban saltando.
La “Pídola”: Por sorteo se designa a uno
de los jugadores que hace de borriquilla con las manos en las rodillas y los
demás van saltando y se van poniendo de borriquillas. Si alguno fallaba, dando
con los pies en el suelo, o no saltando alguno de los que hacen de borriquillas,
no podía seguir y se quedaba de borriquilla. El juego puede continuar hasta que
se desee.
En la época de la
posguerra, los niños jugábamos a la
guerra, unas veces con la nieve y otras inventándonos juegos. Solíamos
cortar un pequeño tronco de saúco, como de unos veinticinco centímetros y lo
pelábamos, le sacábamos el tuétano, le atacábamos con bolas de esparto o pita,
una en la salida y la otra de entrada que empujábamos con un palo que habíamos
disminuido y redondeado en su parte delantera, lo llamábamos “El Taco”. Cuando empujábamos la bola de entrada la de
salida lo hacía con una fuerza increíble, con ruido y hasta con humo. Estábamos
en clase, y alguno, enredando se le escapaba y “buum” a saber dónde iba el
proyectil, se armaba el “taco”.
Al “Pite”: Usábamos un palo como de un
metro y otro más grueso de cinco o seis
centímetros afilado por las dos puntas “el pite”. El juego consistía en tocar
el “pite” con el palo en una de sus puntas para que saltara. Cuando estaba en
el aire, se le golpeaba con el palo para hacerle llegar lo más lejos posible,
el que más pronto llegaba al sitio acordado golpeando al “pite” era el que
ganaba.
Al “El Aro”: Arrancábamos el cerco del
culo de un cubo y con un guía construido con alambre terminado en forma de U le
hacíamos rodar por los sitios más difíciles: puentes, caminos, veredas, sorteábamos
objetos y jugábamos a las carreras.
¿A
qué jugaban las niñas?: Por la alumna Elena Sánchez
La Comba:
Consistía en que una o más niñas saltábamos sobre una cuerda que se hacía
girar, por dos jugadoras, de tal modo que pasara por debajo de los pies y sobre
la cabeza de las participantes. Cuando alguna de las niñas pisaba la cuerda al
saltar, se quedaba fuera del juego, las
demás seguían saltando hasta que no quedara ninguna. Cuando nos cansábamos
cambiábamos de juego.
A la comba jugábamos a ritmo de canciones como:
Al pasar la barca
me dijo el barquero:
las niñas bonitas,
no pagan dinero.
Yo no soy bonita,
ni lo quiero ser,
arriba la barca
una, dos y tres.
Al corro la patata,
comeremos ensalada,
la que comen los señores,
naranjitas y limones.
Achupé, achupé,
sentadita me quedé. Una, dos y tres….
Para Melilla marchaba,
un batallón de coronas,
y en medio de los escombros
se han encontrado una mora.
La mora era jovencita
solo quince años tenía….
Al cocherito, leré,
me
dijo anoche leré,
que
si quería, leré,
montar
en coche, leré.
Y yo
le dije, leré,
con
gran salero,leré,
no
quiero coche leré
que
me mareo leré.
Si te
mareas, leré,
a la
botica, leré,
que
el boticario,leré,
te de
pastillas, leré.
Al escondite inglés o Pies quietos:
Sorteábamos a ver quien se quedaba y la que se quedaba se ponía de espaldas al
resto de las jugadoras, es decir, mirando hacía la pared. Las demás compañeras
nos separábamos hasta una distancia acordada por detrás de la que se quedaba.
El juego consistía en que las jugadoras de detrás avanzaban mientras que la que
la “ligaba” decía: un, dos, tres al escondite inglés sin mover las manos ni los
pies.
Nada mas terminaba de recitar y miraba a las demás jugadoras que tenían
que estar paradas, como estatuas. Si alguna era pillada moviéndose quedaba
eliminada.
Sin embargo las demás niñas que seguían en el juego podían liberar a las
eliminadas tocando a la que se quedaba en la espalda sin ser vistas y así
volvía a empezar el juego.
Al Corro: Con las niñas que estábamos formábamos
un corro agarrándonos de la mano y cantábamos, dando vueltas, distintas
canciones.
En la siguiente canción se desarrollaba con una niña dentro del corro:
Al levantar una lancha
una jardinera vi,
regando sus lindas flores
y al momento la seguí.
Jardinera, tu que entraste,
en el jardín del amor,
de las flores que tu riegas
dime cual es la mejor,
dime cual es la mejor.
La mejor es una rosa
que se viste de color,
del color que se la antoja,
y verde tiene la hoja,
y verde tiene la hoja.
Tres hojitas tiene verdes,
y las otras encarnadas
y a ti te escojo mi niña,
por ser la más resalada,
por ser la más resalada.
La que estaba dentro del corro escogía a otra niña que la suplantaba
dentro del corro.
Cantábamos
muchas más:
Mambrú
se fue a la guerra..
Donde
están las llaves…
Quisiera
ser tan alta como la luna…
Estaba
el señor Don Gato…
El
Patio de mi casa…
Vamos
a contar mentiras…
Que
llueva, que llueva…
Cucú,
cantaba una rana…
La Fragua era otro
sitio en el que nos gustaba estar. Nada más entrar te encontrabas encima de un
madero el Yunque, al fondo el hogar con carbón y la chimenea. En la derecha del
hogar estaba colocado un enorme fuelle que lanzaba una corriente horizontal de
aire para atizar la lumbre. El herrero, con la mano derecha movía el fuelle y
con la izquierda la herramienta que quería moldear en el fuego. Lo que veíamos
hacer, sobre todo, era afilar las rejas de los
arados romanos, hacer punteros y
cuñas para los picapedreros y moldear para adaptar las herraduras para los
burros, vacas y caballos. Calentaba en las ascuas de la lumbre del fogón,
avivadas por la corriente de aire producida por el fuelle, los objetos que
quería moldear hasta que la reja o el objeto que quería hacer se ponía rojo,
inmediatamente le colocaba en el yunque o bigornia y, con la maza de hierro, lo
moldeaba. Nada más moldearlo lo metía en un recipiente con agua. Este proceso
era la forja, muy importante para que el temple del forjado de cada objeto
fuera el adecuado. El último herrero fue Isaac Almohalla.
La Fragua, a la entrada de la calle, a la derecha. |
Tenía una colección de herraduras de distintos tamaños en bruto, miraba el tamaño de la pezuña, probaba la que
le iba mejor, la moldeaba, arreglaba la
pezuña del animal, le quitaba con las tenazas la herradura vieja, limpiaba el
interior de la pezuña, le quitaba varias capas con la “gumia”[1]
para desgastarla y la hacía plana con el “pujavante”[2]
, y finálmente, la colocaba sujetándola con seis clavos que cortaba y remachaba
después en la pezuña.
Los caballos, las mulas y los burros los herraban a la puerta de la
fragua, los sujetaban de la cabezada a una argolla y el herrero realizaba su
trabajo. Las vacas se herraban en el potro, el primero instalado pasando el
puente del río a la izquierda y después en la era. Estaba formado por cuatro
piedras verticales, encastrado en dos de ellas se ponía un yugo para uncir la
vaca o el buey y en las dos
laterales dos maderos encastrados, uno fijo y el
otro rodante. En el fijo se ataban los cinchos que se pasaban por la tripa del
animal y se tensaban en el otro “rodante”, dándole vueltas con una barra hasta inmovilizar al animal. A ambos lados
laterales se ponían dos troncos de madera para colocar la pezuña y atarla para
que cómodamente trabajara el herrero. El fondo opuesto al cabecero era la
entrada.
Al fondo, a la derecha, el primitivo potro para errar las vacas. Fotografía: José y Jesús Francés |
El herrero manejaba
muchas herramientas, unas para sujetar: las tenazas, pinzas; otras para
golpear, el martillo, las mazas; otras, para hacer agujeros o moldes, los
punzones, y medía con el metro y los objetos más precisos con un calibrador
Siempre nos pareció que tenían que
hacer daño al herrar al animal pero debía ser una apreciación errónea por
nuestra parte.
En ella se encontraba “El Matadero” estratégicamente situado al lado del puente de la era, cerca del río Chia, para favorecer el desagüe de los restos líquidos de los animales. Era un local municipal que se subastaba su uso. El primer carnicero que yo conocí fue el tío “Quico”, después su hijo Juan Francisco, el tío Epifanio y no se si Samuel también, hasta que el día 1 de septiembre de 1.999 una gran tormenta, la mas grande conocida, se llevó lo poco que quedaba del matadero quedando solo en pie parte de su fachada.
Seguimos por la calle de Arriba
y en la cuarta casa a la izquierda nos encontramos con el horno de pan del tío Segundo. Debía ser el mas antiguo del pueblo,
se cita en el año 1902 en “El Carro”. Horno de leña, calentado con ramos. Lo
primero que hacía era calentar el horno llenándolo de ramos “retamas”. A
continuación sacaban los restos del calentamiento, las áscuas servían para
rellenar buenos braseros en el invierno, limpiaban bien la superficie. Una vez
bien limpio metían el pan con una pala de madera con un mango muy largo,
cerraban la entrada y esperaban mucho tiempo hasta sacarlo bien cocido. Además
de cocer el pan, también asaban algún cochinillo o cordero que la gente llevaba
con motivo de algún acontecimiento familiar. Hubo otro horno en la plazoleja,
el de tía Leona y posteriormente el de tío[1]
Daniel y Leona en la calle del Calvario.
Cada familia “masaba” en su casa en la “artesa”, en la que
vertían la harina, con agua caliente, sal y levadura. Después de bien amasada
la mezcla en la artesa se dejaba fermentar la masa en el lugar más templado de
la casa, cubierta con un paño para evitar el frío. Hacían los panes y los
colocaban en una tabla alargada que les servía para transportarlos hasta el horno.
Normalmente al “masar”
en todas las casas dejaban durante algunos días un trozo
de masa fermentada para que sirviera de levadura a otros vecinos. Era frecuente
mandar a los niños: dila a…. que si tiene levadura que te la de. Y así se
ayudaban unos a otros. La convivencia entonces era muy apreciada. Si no te lo
pedían en dos días se hacían “fritillas”(como los pestiños) que estaban muy
ricas. Normalmente se “masaba” cada quince días, los panes de entonces eran
especiales, se conservaban en la nasa y no se ponían duros.
Victorino, el último hornero, comentando a TV. Ávila cómo hacía el pan. A la izquierda Carmelo. |
Posteriormente, la familia del tío Segundo construyó por
los años sesenta otro horno más moderno en la calle del Rio. Ya no se “masaba”
individualmente sino que hacía el pan para todo el pueblo y para vender en los
pueblos de la sierra[2]:
La Vega, Garganta, Navadijos…, ya era una panificadora con maquinaria adecuada:
Máquina eléctrica para amasar, horno de leña o eléctrico a conveniencia, con
termómetro, calentador de agua… Como la materia prima, las escobas negras
“piornos” eran muy abundantes en el término, usaba preferentemente para cocer
el pan el horno de leña. Normalmente cocían hogazas de pan de distintos
tamaños, desde panes grandes de dos kilos a medio kilo de una calidad
excelente. También hacían “nandás” que eran panecillos que los untaban la cara
con aceite. Eran mas esponjosos que los panes normales.
Por las fiestas asaban los cochinillos, en cazuelas de
barro en el horno, era uno de los platos
más exquisito.
El horno, las “pozas” de agua caliente, la plaza, la
taberna y las “corroblas” de “comadres” tomando el sol a las puertas de las
casas o en los corrales, eran los
mentideros de la villa. Del horno había un ripio que decía:
He visto una cosa muy rara,
tres mujeres en el horno
y ninguna decía nada.
Los hombres no se quedaban atrás. ¡Madre mía!. En los
encuentros en el juego de pelota, los días de sol y nieve, cuando llegábamos
los muchachos y oíamos aquello de “que hay ropa tendida”. Cambiaban de
conversación bien porque era subida de tono o por algo que se consideraba
secreto pero que se enteraba todo el mundo.
En este misma calle estaba el taller de Daniel “El Zapatero”, enjuto, alto y
con su mandilón de cuero, que vivía puerta con puerta con el tío Bernardo[3].
Era muy entretenido verle trabajar. El taller estaba muy organizado, las pieles
curtidas más finas para cortar con el molde los zapatos y las mas gruesas para
las suelas, las distintas hormas de madera con su numeración que colocaba encima
de sus piernas para hacer los zapatos, la caja con departamentos con distintas
clases de clavos, chinchetas, tachuelas, leznas, cuchillas… El “sacabocaos” para
hacer los agujeros en los zapatos o en los cintos, el bramante que untado con
pez le servía para coser con dos agujas las suelas. Recuerdo que para que nos
duraran mas las botas o los zapatos les ponía tachuelas y en la puntera y
talonera también les ponía unos suplementos metálicos. Tenía muy buen carácter
y charlaba mucho con las personas que íbamos a verle. Hubo otra zapatería, la
del señor Mariano en el corral del tío Lucio.
En esta calle había tres “ranchos” que también llamaban la atención, servían para guardar el
ganado: vacas, caballos, burros, ovejas, cabras…. Para las vacas, los caballos
y los burros tenían las pesebreras donde les echaban la comida, unas veces heno
y otras paja con pienso (centeno, cebada..) y para las ovejas y las cabras
estaban las “teleras” de madera con una base de madera para echarlas de comer y
rematada con una red de palos separados por
donde metían la cabeza para comer.
Uno de los ranchos en la calle Arriba.
Portón de entrada. Foto: E. Sánchez
|
Era muy celebrado en los ranchos el día del esquileo de las ovejas. Seis o más
esquiladores en fila preparados con sus tijeras especiales, con ovejas legadas
(atadas las dos patas con una mano), empezaban a esquilar por la cabeza, la espalda, y finalmente
la tripa y sacaban el “vellón” o capa de lana en una sola pieza, la enrollaban
y en el centro metían las pequeñas partículas que se desprendían. Normalmente
había un zagal que tenía un recipiente con ceniza que recogían en la fragua, y
cuando algún esquilador cortaba a alguna oveja, decía: “morena” y el zagal la
echaba en la herida la ceniza. No faltaba la bota de vino.
Era costumbre obligada que las ovejas bajaran a dormir a
los huertos hasta el primero de Julio. Las metían en una red y las cambiaban
cada noche de sitio y así estercolaban las huertas. El mejor abono. El dueño de
la finca pagaba al ganadero una cantidad estipulada con arreglo a la cantidad de ovejas que dormían.
El pastor cuidaba de las ovejas, ayudado
por los mastines, dormía en el chozo hecho con una armadura de retamas y una
cobertura de pajas de centeno o escobas.
Navacepedilla siempre fue un pueblo ganadero. Había dos
familias en el pueblo y otras dos en la Aldea que tenían rebaños de más de quinientas
ovejas cada una y otras varias familias
que contaban con “hatajos” de más de cien ovejas. Eran frecuentes las peleas de
perros mastines cuando las ovejas bajaban a dormir en los huertos y por las
noches, eran diarias las peleas de mastines y lobos.
Todas las familias tenían
cabras que les servían para tener leche durante todo el año y sacar algún
dinero de los cabritos que vendían. En muchas casas se hacía el queso de cabra,
exquisito. A la leche la agregaban un trocito de “cuajo”[4]
para hacer la “cuajada”, moviéndola para no se cortara y quedara la mezcla uniforme. La cuajada la
echaban en un cincho que la gente hacía
trenzando las pajas de centeno, lo
prensaban a mano, lo escurrían hasta separarla del suero. El queso, salado
adecuadamente, lo colocaban con el cincho en una tabla con un canalillo para
que siguiera escurriendo. Pasados algunos días desataban el cincho, lo lavaban
y salaban, y el queso quedaba listo para consumir. Cuando las cabras y las
vacas parían, los tres o cuatro primeros días la leche que daban era “leche gorda”,
la cocían, eran “los calostros”. Con un
poco de azúcar estaban exquisitos.
Era frecuente ver "hatajos" de ovejas mezclados con cabras. Foto: Pedro Jiménez |
Cuando se perdía algún
animal se tenía la costumbre de echarle el responso a San Antonio[5].
Mucha gente del pueblo lo sabía. Una noche en la taberna de la tía Juana,
estaban de chateo, los hombres, claro. Y a tío Roque se le quedó perdida una
cabra en el monte y un gracioso le preguntó: ¿Tío Roque, quiere que la echemos
el responso?, a lo que asintió. Todos en recogimiento y Julio, muy bromista, le
echo el responso:
Lobos y zorras,
que andáis por el campo escondidos,
recoged la cabra de tío Roque,
que se le ha perdido.
Y efectivamente la recogieron. Aquella noche se la comieron los lobos, que
por otra parte era lo normal, ¡había tantos!.
Era una de las calles más difícil de transitar cuando nevaba y helaba en
el invierno, por lo empinada que era y lo resbaladizo que se ponía el suelo. La
primera puerta a la izquierda era la casa de Juanito, el ciego. Una persona muy
querida en el pueblo. Además de dominar el “Braille” a la perfección, era
Maestro Nacional encargado de la Sección de Enseñanza en la ONCE en Valladolid.
Pasábamos, los aficionados al ajedrez, muchas tardes en vacaciones en la “Verja”.
Él tenía su tablero en relieve para
distinguir las blancas de las negras y con agujeros en los que encastraba las
figuras que tenían un clavo en la base, de esta manera jugaba tocando las
fichas, además tenía señaladas las fichas para distinguirlas por el color. El
jugador contrario jugaba en su propio tablero, le anunciaba la jugada y Juan la
realizaba en el suyo. Cuando jugábamos por diversión lo hacíamos en el tablero
de Juan, él contaba con ventaja porque constantemente estaba pensando la
jugada por el tacto y el contrario se podía distraer. En los campeonatos cada
jugador lo hacía con su tablero.
Familia de tío Pablo y tía Bernardina. Los tres mayores: Petra, Pablo y Bernardina. Foto: Jesús y José Francés. |
El Ayuntamiento en
el número 1 de la calle de la Iglesia en el piso superior a la escuela. Su
ventana y balcón daban a la plaza pero se entraba por una escalera de la calle.
Tenía, nada mas entrar a la derecha, un cuarto con el cisco para el brasero
pero me llamaba siempre la atención un tronco largo partido por la mitad, en un
extremo unido por un pernio y al final dos argollas para poner un candado. En
el centro agujeros para colocar los tobillos de los reos, era “el cepo”, uno de los atributos de la
municipalidad, los otros dos eran:
cárcel y “corral de concejo”[1].
El salón con losas de barro y un estrado en el ángulo superior izquierdo. A
mano izquierda, entrando, estaba la secretaría con ventana a la plaza. En el
Ayuntamiento se hacían los mismos trámites que ahora pero había algunos muy
importantes que han caído en desuso. Normalmente en día festivo por la mañana,
podía ser en jueves santo, se subastaban las tierras del común para la siembra
de centeno “los rozos” por el procedimiento de “pujas a la llana”, al final de
las pujas el Alcalde adjudicaba la tierra con la formula: ¿hay quien de más?, y
si había silencio… a la una, a las dos, a las tres y apostillaba: “que buen provecho le haga al que lo tiene
puesto”. Daba el nombre del último que había pujado y se le adjudicaba
previa nota tomada por el Secretario.
Otro día muy importante era la talla de los quintos de
cada año, se les media la altura en la “Talla”, la capacidad torácica, se
pesaban y se les pedía si tenían alguna alegación que hacer, minusvalía,
enfermedad o hijo de viuda…, para
poderse librar de hacer el servicio militar. La Mili, en el primer tercio de siglo, no era como la hemos
conocido en la posguerra. Siempre ha habido enchufados. Yo mismo conocí,
durante medía hora, lo que duró la presentación, a un joven, destinado en la
oficina donde yo estaba
que luego fue famoso jugador de fútbol. No le volvimos
a ver. En el primer tercio del siglo XX se
dieron tres situaciones que condicionaron la vida de muchos jóvenes y de sus
familias. Los que tenían posibilidades económicas, los que realizaban estudios
universitarios o tenían profesiones cualificadas, por ejemplo, se podían
librar. Esta tremenda injusticia dio lugar a tres situaciones: “La redención”,
“la sustitución” y “el soldado de cuota”. La “redención” consistía en pagar una cantidad al Estado para evitar
el servicio militar, por la “sustitución”
la familia pagaba a un sustituto para que hiciera la mili por su familiar.
Desde 1.912 hasta 1.936, la mili se hizo generalizada pero apareció el “soldado de cuota”, aunque la injusticia
siguió vigente. Las familias adineradas aportaban una cantidad a las arcas del
Estado y sus hijos reducían
notablemente su permanencia en el ejército. En el periodo 1.912-1.925, la
duración del servicio militar era de tres años, si pagabas dos mil pesetas se
reducía a cinco meses y si pagabas mil pesetas tenías que hacer diez meses, se
podían hacer de forma ininterrumpida o por periodos mas cortos cada año,
también elegían cuerpo y destino. Hay otros dos periodos 1.925-30 la incorporación
a filas es de dos años y de 1.930-1.936 que duraba un año. La cantidad a abonar
al Estado oscilaba entre 1000 a 5.000
pesetas en ambos periodos y el servicio militar ininterrumpido del soldado de
cuota era de nueve y seis meses respectivamente.Todo ello sucedía en plena
contienda de la guerra de Marruecos. En muchos casos, era una de las causas de
la emigración de varones muy jóvenes a Hispano América para librarse del
servicio militar obligatorio.
Los tres jóvenes: Felipe, Abel y
.Dionisio el día de su incorporación a la mili, con el primer "chusco" . Año 1.952. |
Otra de las sesiones mas
interesante era la subasta de las
regaderas. La oferta era el nombramiento de los aguadores -por el
procedimiento de “pujas a la llana” a la baja”[2]-
que eran los que vigilaban los tiempos de riego de cada finca. En Navacepedilla
había tres regaderas con aguadores: la
de las Casas de Arriba que contaba con dos estanques, la del Carretil con un
estanque en Los Pinarejos y la del Calvario con el agua del rio. El aguador
gozaba
de toda la autoridad, cuando llegaba el tiempo que a su juicio había de
regarse cada finca te avisaba, y si no terminabas te quitaba el agua. Un
aguador permanente en las Casas de Arriba fue el tío
La presa de El Calvario, que tuvo su aguador, con la que ahora se riegan gran parte de las huertas que se cultivan. |
Pablo. En la Aldea había un aguador para las dos regaderas que se
alimentaban con las aguas del río Corneja, la de Los Trigales y la de Las
Ramonas. El resto de las regaderas más pequeñas se organizaba el riego por
turno, Las Cañadillas o Los Llanos en la Aldea. Casi todas las familias tenían
alguna de las fincas, normalmente en las Hoyuelas, Pinarejo, Dª Juana o el
Venero en la Aldea, donde regaban sus sembrados de hortalizas con el agua de
manantiales que recogían en una “poza” para regar una vez o dos al día. Por el
mismo procedimiento se subastaba también el oficio de guarda del término.
A la derecha, frente al Ayuntamiento, en un corral vivían
tres familias. En una de ellas, la primera, entrando a la derecha, vivía tío
Juan “el cestero”. Un hombre relativamente alto, enjuto, pantalón, chaleco y
chaqueta oscura, cubierto con una gorrilla. Manejaba las mimbres con admirable
soltura haciendo cestos, cestas y aguaderas[3]
que tenían cuatro departamentos, que colocadas encima de la albarda del burro o
caballo, servía, entre otras cosas, para llevar las cestas de comida a los
segadores.
Siguiendo la calle nos encontramos con la Plazoleja y el edificio público por
antonomasia La Iglesia, en ella nos
bautizaron, tomamos la primera comunión y muchos, en ella, se casaron. Su
función es celebrar el culto sagrado y la administración de sacramentos.
En mi libro sobre Navacepedilla de Corneja ya figura un
amplio capítulo sobre La Iglesia
Parroquial y religiosidad popular que no vamos a repetir, pero si que
hablaremos de la autorización para construir la Parroquia y de algunas
costumbres sociales en torno a ella que
allí no se reflejan, alguna de mucha importancia celebradas en su atrio.
Constitución
de la iglesia de navacepedilla[1].
“…sepan
quantos esta Carta vieren cómo yo, Diego de Ballejo, clérigo, Cura de la
iglesia de nuestra Santa María, de Villa Franca, otorgo y conozco por esta
presente carta, e digo que por cuanto los vecinos de los lugares de Navazepeda
e Garganta de los Hornos...obieron suplicado al M.Rº y Muy Magnífico D. Fray
Francisco Ruyz, Obispo de Ávila.... y ansí mismo al Ilustre y muy Magnífico
Señor D. Pedro de Ávila ... les diese Licencia y Facultad para que ellos
pudiesen hazer una yglesia en dicho lugar de Navacepeda ... E agora soy
convenido e concertado con los dichos vecinos de los dichos lugares, e con
Diego Ximénez Herrero, e Diego González Rico, e Juan Domínguez Antonio, e Pedro
González Conde, e Pedro Sánchez de Garganta de los Hornos, vecinos de dichos lugares,
en nombre de todos los otros vecinos de ellos, que no están presentes, para que
puedan edificar la dicha yglesia ... la cual hagan en dicho lugar de
Navazepeda, e que se llame su avocación Santa María de el Rosario .... En la
dicha villa de Villa Franca a veynte y seis días de el mes de junio año de el
nacimiento de nuestro Salvador Jesuxpto, de mill e quinientos y veynte y seis
años ......." .
Hay
abundante bibliografía destacando la existencia de espacios, porches o atrios,
orientados al sur de las iglesias mozárabes y sobre todo en las románicas
castellanas, en los que se desarrollaron reuniones del Concejo de Vecinos para
tratar sobre los asuntos que les afectaban, hasta que tuvieron Casa
Consistorial en la que se repitió la función y la forma que antes se habían
desarrollado en los atrios de las Iglesias. Se continúa la tradición en la Edad
Media, y en el caso de Navacepedilla desde la creación de la Iglesia hasta
marzo de 1.744 que por medio de un AUTO,
el
Marqués de Las Navas autoriza a los vecinos a tener casa consistorial, cárcel y cepo. Hasta entonces, todas sus reuniones para tratar asuntos de aprovechamiento de pastos, aguas, riegos, tributos…, se celebraron en el atrio de la Iglesia, que como ya dije en Historia de Navacepedilla, la tradición constata que el Síndico, cuando celebraban estas reuniones “Concejos Abiertos”, convocadas al son de campana mayor tañida, ponía una mano en una de las cruces que hay en la entrada a la Iglesia, final del atrio, y proclamaba los acuerdos que tomaban o leía las órdenes superiores que los vecinos debían cumplir.
Marqués de Las Navas autoriza a los vecinos a tener casa consistorial, cárcel y cepo. Hasta entonces, todas sus reuniones para tratar asuntos de aprovechamiento de pastos, aguas, riegos, tributos…, se celebraron en el atrio de la Iglesia, que como ya dije en Historia de Navacepedilla, la tradición constata que el Síndico, cuando celebraban estas reuniones “Concejos Abiertos”, convocadas al son de campana mayor tañida, ponía una mano en una de las cruces que hay en la entrada a la Iglesia, final del atrio, y proclamaba los acuerdos que tomaban o leía las órdenes superiores que los vecinos debían cumplir.
“…El
concejo era la Asamblea que celebraba el conjunto de los vecinos para decidir
en asuntos como el uso de los bienes comunales, la fijación de los límites del
término, etc. La reunión se convocaba a toque de campana y solía celebrarse en
el atrio de la Iglesia Parroquial de la localidad. Estamos en presencia de Concejos
abiertos…”[2] .
En la
posguerra todos los muchachos estábamos controlados y teníamos que asistir
todos los días a la catequesis y al rosario. Primero nos reunía D. Cayo en los
bancos de arriba y nos preguntaba el catecismo que muchos, o casi todos, nos
sabíamos de memoria. La última pregunta, que no recuerdo cual era, había que
contestar: “eso no me lo preguntéis a mí,
que soy ignorante, doctores tiene la Santa Madre Iglesia que le sabrán
responder”. Y tan ignorante que eres “cachete”, era la costumbre. Cuando
había terminado la catequesis y D. Cayo decía: tocar a entrar. El más rápido,
ya se había colocado a la esquina del banco para salir corriendo, Balbino,
Jaime… a tocar a entrar. Había un agujero en el campanario por el que se veía
el altar mayor y los bancos donde estábamos sentados y la faena de los chavales
era tocar muchas campanadas. Cuando ya iban por ochenta, noventa… D. Cayo
iniciaba la bajada para detener al que estaba tocando y al verle bajar, dejaba
de tocar. Retrocedía D. Cayo, seguía tocando. Y así una y otra vez. Claro, el
que tocaba ya no podía entrar en la Iglesia, porque le caían como mínimo unos buenos
tirones de orejas… La obligación de los
niños era que cuando veías al cura tenías que ir a darle los buenos días o las
buenas tardes y besarle la mano. A los maestros había que darles la hora y si
te veían que te hacías el disimulado ya se encargaban de llamarte la atención
al día siguiente en la escuela.
La cuaresma se inauguraba con la
celebración de las tinieblas[3] los
viernes. La convocatoria a los actos religiosos del jueves y viernes santo, se
hacía por medio de “matracas” y “carracas”, que tañíamos los muchachos por todas las calles del pueblo, y
cuando nos parecía cesábamos y gritábamos “a
los
oficios…”. En los oficios de Jueves Santo de trasladaba el Santísimo al
Monumento instalado a la derecha de la
entrada principal, con escalera hasta el Sagrario, con velones. Lo que más
llamaba la atención era la presencia de los guardas del Monumento, dos
mocetones portadores de una lanza al estilo de sayones romanos. Para ser
guardas del Monumento se requería ser buenos mozos y suponía un gran honor. Los
mayores contaban que en épocas anteriores los guardas del monumento salían a
patrullar por las calles del pueblo porque la asistencia a los actos era masiva
y el pueblo se quedaba sin gente, momento que aprovechaban los “cacos”. El
domingo de Ramos, todos los chavales llevábamos un ramo de acebo (ahora
protegido) que nos cortaban los padres o
tíos, cada uno presumía de tenerlo más alto y con o sin intención se rozaba con
el del vecino y se prepara “el follón” con la regañina del celebrante.
Virgen de los Dolores y el Cristo Yacente Foto: J. Ramón Lorenso |
Uno de
los momentos religiosos más celebrados por entonces era el día del “Corpus Christi”.
La celebración de la Eucaristía en la Iglesia se realizaba con toda solemnidad.
Era costumbre que tanto la Iglesia como todas las calles del pueblo por donde
debía pasar el Santísimo estuvieran engalanadas de flores y el suelo cubierto
por tomillo de flores moradas “Lavanda”, en el pueblo “tomillo del Señor”. La
Procesión transcurría por las calles del pueblo, el sacerdote con el Santísimo
bajo palio que portaban las autoridades, se iba parando en distintos altares
que los vecinos habían preparado. El cántico que acompañaba la procesión era:
“Cantemos al Amor de los Amores…”
En las
procesiones de la Semana Santa, los pasos, las cruces, los palios, los sacaban las personas que previamente
habían participado en la subasta a tal efecto. Los mozalbetes participamos un
año y nos quedamos con una bocina “cuerno” que tocábamos en la procesión del
Viernes Santo.
A los
bautizos íbamos todos los muchachos y al salir de la ceremonia el padrino nos
tiraba caramelos y confites. Cuando no lo hacía, los muchachos le cantábamos: “echa padrino no se lo gaste en vino…” y
algunas cosas más atrevidas.
Lo de
las bodas era típico que el padrino y los padres de novio, momentos antes de la
ceremonia, fueran a pedir la novia a su casa, llamaban a las puertas cerradas y
abrían y se la concedían. En algunos casos tenían que esperar a que el padre de
la novia le echara la bendición y le hiciera las recomendaciones de rigor.
D. Virgilio junto a los restos de la ermita
de San Martín en Serrota.Foto: Luis F. Vergas
|
Entre
los sacerdotes que regentaron la parroquia siempre oímos hablar de D. Antonio
Tejerizo, natural de Navaluenga, que se bañaba en el río en cualquier época del
año. De D. Guillermo Sánchez Lozano, que tocaba muy bien la guitarra y que
jugaba muy
bien al frontón, por lo visto era un hombre muy cercano, promotor de
la torre de la ermita de San Juan en La Aldea. En la segunda mitad del siglo
llegó un sacerdote, recién salido del Seminario, D. Virgilio, que ha estado con
nosotros durante muchos años, tal vez más de cincuenta y al que el pueblo de Navacepedilla le
recuerda con mucho cariño, por el ejemplar ejercicio de su ministerio y por la
cercanía y la ayuda que prestó a la gente que le necesitó.
En la Plazoleja estaba el café del tío Guillermo, tenía dos pisos. En el de abajo estaba el bar y el salón donde se juntaban los hombres para jugar a las cartas los domingos y días de fiesta. Después de la guerra se le ocurrió traer un organillo y poner baile, siendo el lugar de reunión de la juventud. En aquellos tiempos era una novedad tener un sitio cubierto para poder bailar. El repertorio era muy limitado, pasodobles y el chotis “Madrid”, siendo un organillo no podía faltar. La pieza que más nos chocaba era “La pulga de Celia”.
Tío Guillermo y tía Petra, en el corral
de su casa. Foto: Francisco Caselles
|
En la Plazoleja estaba el café del tío Guillermo, tenía dos pisos. En el de abajo estaba el bar y el salón donde se juntaban los hombres para jugar a las cartas los domingos y días de fiesta. Después de la guerra se le ocurrió traer un organillo y poner baile, siendo el lugar de reunión de la juventud. En aquellos tiempos era una novedad tener un sitio cubierto para poder bailar. El repertorio era muy limitado, pasodobles y el chotis “Madrid”, siendo un organillo no podía faltar. La pieza que más nos chocaba era “La pulga de Celia”.
El tio Guillermo era un hombre
bonachón pero era una de las personas que más se enfadaban cuando en carnabal le
tiraban los mozalbetes algún cacharro en su casa. El que más corría detrás de
nosotros era Eugenio, el yerno del tío Lesmes, todos a más de cincuenta metros
de su puerta y el que tiraba el cacharro el más rápido. No había que dejarse
coger porque el que te cogía te daba unos buenos estirones de orejas y te
llevaba a tus padres para que te castigasen. El tío Guillermo también fue
emigrante en la Argentina.
Nada más entrar en la calle, en el núm. 2, donde vivió muchos años José
“El Molinero”, antes de llegar a la Plazoleja, funcionó hasta comienzo de los
años treinta el bar de tío Manolete,
casado con Ángela, hermana de tío Pascual (emigrante en Argentina), Nicasia
y Felisa. Se subían unas escaleras de
piedra y desde el descansillo, recuerdo a los hombres jugando a las cartas, y
el loro, muy “picantón”, en una jaula colgada a la derecha de la entrada. Era
muy gracioso, piropeaba a las mozas y se metía con todo el que pasaba por allí. Repetía lo que los
clientes le decían, lo asimilaba y después si conocía a la persona le largaba
lo mismo . El tío Manolete fue emigrante en la Argentina, como la mayoría de
gente joven en aquella época con ganas de trabajar. Allí nacieron sus cinco
hijos, según me cuenta su nieto Manolo.
Justo enfrente, a la sombra de la parra, donde vivía el
tío David, estaba casi permanente el tío Aniceto “el cestero”, siempre haciendo
cestos. Se comentaba que se comía los lagartos y culebras y con su piel forraba bastones.
En la casa donde vive Florián, vivía tío Francisco y tía
Nicolasa y su hija Basilisa. Enfrende tenía tío Francisco “la carpintería”, era un lugar al que me gustaba ir, en el suelo se
esparcían montones de virutas, tenía una mesa muy larga donde aprisionaba las
tablas para cepillar los bordes con la garlopa y el cepillo y posteriormente
lijarlas. En la parte plana hacía lo mismo. Pero era muy bonito observar la
cantidad de herramientas que utilizaba: colecciones de barrenas, escoplos,
gubias, destornilladores… Y ¡qué olor a madera más agradable!.
Lo primero que hacían era
cortar el tronco del árbol y colocarlo en un andamio. Con el tronzador[1]
cortaban las tablas entre dos personas, uno arriba y el otro abajo y
posteriormente las secaban. Los restos del tronco, hasta hacerlo cuadrado, lo
utilizaban para la cubierta de los tejados. Otro material que usaban los
carpinteros eran las vigas, de
respetable tamaño y los cuartones para la cubierta de las casas. Para realizar
muebles, estanterías, basares,
alcantareras, escaños, arcas, banquetas, sillas ….tenían que cortar a mano los
listones más gruesos, no tenían ningún medio mecánico.
Saliendo del corral del
tío Francisco, en la primera casa siguiendo la calle, funcionó por los años cincuenta
el bar de Pedro, el de Visita. Era sobresaliente
la competencia del tío Pedro porque ya había desarrollado esta profesión, durante muchos años, en el bar que su familia
tenía en Madrid.
Justo
pasando el taller de carpintería, la primera bocacalle a la izquierda, camino
del cementerio, estaba El Corral de
Concejo que se utilizaba para dos misiones fundamentalmente. La primera era
retener a los animales que pastaban ilegalmente en el término municipal hasta
que los dueños pagaran la multa por los daños causados; la otra, juntar los
burros de todo el pueblo “El burrero”, que al igual que las cabras eran sacados
al campo por los dueños por riguroso turno. En este caso, como el número de
burros por propietario era normalmente de uno o dos, establecer los turnos era
simple, un día de guardería por cada animal.
Imágenes relacionadas:
Pincha para verlas ampliadas.
Imágenes relacionadas:
Pincha para verlas ampliadas.
Calle La Aldea. Carpintería tío Francisco:
[1] .- Era una sierra de unos dos metros de larga por 15 cm de ancha que tenía para poner dos mangos en los extremos de los que tiraban con sendas manos los dos aserradores, uno colocado arriba y el otro abajo del andamio para hacer las tablas. Primeramente marcaban el grosor de cada tabla y serraban con relativa precisión.
[1] .- Era una sierra de unos dos metros de larga por 15 cm de ancha que tenía para poner dos mangos en los extremos de los que tiraban con sendas manos los dos aserradores, uno colocado arriba y el otro abajo del andamio para hacer las tablas. Primeramente marcaban el grosor de cada tabla y serraban con relativa precisión.
[2] .- Ofrecer el menor jornal para ser el aguador.
[3] .- Eran de mimbre. En torno a dos guías de palos
paralelos, el “cestero” construía cuatro departamentos. Las mimbres, ramas de
sauce, las cortaban y en hatillos, sujetados por una gran piedra, las metían en
el río durante bastantes días para que se ablandaran y poderlas manejar para
hacer los cestos o en su caso, pelarlas, para hacer cestas blancas.
Calle Arriba:
[1] .- Prefiero referirme a las personas como se hacía en el pueblo “tío Daniel” en lugar de señor Daniel, por ejemplo.
[1] .- Prefiero referirme a las personas como se hacía en el pueblo “tío Daniel” en lugar de señor Daniel, por ejemplo.
[2] .- También el tío Daniel se dedicó a vender pan de su
horno por los pueblos de la sierra.
[3] .- El tío Bernardo fue un personaje muy entrañable
para los jóvenes porque siempre estaba dando bromas, a cambio los jóvenes festejaban mucho tirarle
cacharros en el portal de su casa en los Carnavales (ver nota al pie, pág. 170
“Apunte Histórico-Sociológico” Navacepedilla de Corneja).
[4] .- El “cuajo” era el estómago de los animales
(cabritos o corderos) de leche. Cuando
los sacrificaban colgaban el estómago y lo dejaban que se secase para
usar el contenido para fermentar la leche y hacer el queso.
Fragua:
[1] .- Especie de cuchilla encorvada que utilizaba el
herrero para cortar parte de la pezuña,
[2] .- Especie de cuchilla plana, con bordes, terminada en
un mango sobre el que apoyaba su hombro el herrero para hacer fuerza, rebajar y
aplanar el casco de la pezuña de los animales.
Partidas de pelota:
[1] .- Como “Barranqueños” se conocían a los habitantes de: Mombeltrán, San Esteban, Santa Cruz, Villarejo y Las Cuevas, estos cuatro últimos “del Valle”.
[1] .- Como “Barranqueños” se conocían a los habitantes de: Mombeltrán, San Esteban, Santa Cruz, Villarejo y Las Cuevas, estos cuatro últimos “del Valle”.
La Plaza y El juego de Pelota:
[1] .- Sobre este tema es muy interesante: Las Fiestas, de la antropología a la historia y etnografía. Publicado por la Diputación Provincial de Salamanca 1.999. Sobre todo el capítulo “Comprender las Fiestas” por Honorio M. Velasco Mahillo, págs. 71-72 referentes a Navacepedilla.
[1] .- Sobre este tema es muy interesante: Las Fiestas, de la antropología a la historia y etnografía. Publicado por la Diputación Provincial de Salamanca 1.999. Sobre todo el capítulo “Comprender las Fiestas” por Honorio M. Velasco Mahillo, págs. 71-72 referentes a Navacepedilla.
[2] .- Se llamaban “latas” a unas varas largas.
[3] .- Gentes de las cinco villas: Mombeltrán, San Esteban, Villarejo, Cuevas y
Santa Cruz, los cuatro últimos del Valle, que con mulas cargadas con aceite y
vino pasaban el Puerto El Pico y en los pueblos de la Sierra lo vendían o
cambiaban por patatas, judías, centeno …
No hay comentarios:
Publicar un comentario