LA VIVIENDA, LA FORMA DE VIDA
El material básico empleado en la construcción
de las viviendas en Navacepedilla es la
piedra de granito. Los muros son anchos y robustos para protegerse del duro
clima invernal y del calor del verano.
En este siglo XX, conviven viviendas antiguas, construidas con piedras sin labrar recogidas directamente del campo, que con un pequeño golpe de maceta las colocaban magistralmente en las caras de los muros, cruzando algunas para darles seguridad, las
calzaban y rellenaban el centro del muro con “ripios”,
arena, barro o cal. Solamente las piedras empleadas en puertas y ventanas eran
alisadas con la “pica”. Una en la base, las verticales “jambas” y entre las
“jambas”, una en cada una, perpendicular a ellas, que penetraban en los muros de la casa “retranqueo” y,
finalmente, el dintel.
En este siglo XX, conviven viviendas antiguas, construidas con piedras sin labrar recogidas directamente del campo, que con un pequeño golpe de maceta las colocaban magistralmente en las caras de los muros, cruzando algunas para darles seguridad, las
Tres casas antiguas, sin ventana ni chimenea. En ellas vivían familias numerosas. |
La techumbre la realizaban colocando las vigas
maestras, y sobre ellas, tablas que no
servían para carpintería. Sobre las tablas colocaban un lecho de retama,
helecho o paja de rastrojo en el que se asentaba la teja. Sobresalía la enorme
chimenea que, en su base, ocupaba gran parte de la cocina. Hemos conocido casas
sin chimenea que evacuaban el humo por huecos
“humeros” de la techumbre.
Junto a estas casas más antiguas, la mayoría de una sola planta, construidas con piedras irregulares y de pequeño tamaño, aparecen, sobre todo en el centro del pueblo, casas con dos plantas, construidas con bloques de piedra de sillería. Generalmente estas casas disponen de corral con entrada por “puertas carreteras”, con tejadillo de madera en la que se asienta la teja. Las cubiertas con ramos “retama negra” existían en algunas cuadras, en los portones de los ranchos, corrales y en los chozos.
Junto a estas casas más antiguas, la mayoría de una sola planta, construidas con piedras irregulares y de pequeño tamaño, aparecen, sobre todo en el centro del pueblo, casas con dos plantas, construidas con bloques de piedra de sillería. Generalmente estas casas disponen de corral con entrada por “puertas carreteras”, con tejadillo de madera en la que se asienta la teja. Las cubiertas con ramos “retama negra” existían en algunas cuadras, en los portones de los ranchos, corrales y en los chozos.
Es
curioso cómo aprovecharon los accidentes del terreno para construir sus casas.
La zona de la calle de Las Lanchas, a ambos lados de la calle y el bloque de
viviendas hasta el horno del tío Segundo, y la calle de Arriba, todas las
viviendas están construidas sobre una enorme roca. Voluminosos “canchales”
sirven de cimiento o muro de sus casas. Los pasos de escalera, frente a la
puerta de la que fue escuela de las niñas, están construidos sobre la propia
roca. Esto mismo ocurre en la zona alta de la calle de La Aldea.
Naturalmente que las viviendas eran muy
variadas de tamaño pero tenían cierta parecida estructura. Predominaban las
pequeñas casas con familias numerosas. Hoy comentamos: mira, en esta casa vivía
el matrimonio y seis hijos y nos parece imposible. Había muchas viviendas que
tenían el corral donde almacenaban montones de ramos y leña para la lumbre, y
en las que no tenían corral lo colocaban en la puerta. Algunas tenían casilla
en el corral en la que tenían los cerdos, el burro y las gallinas. Si esto no
podía ser así, todas las familias contaban con un casillo lo más próximo a la
vivienda.
Foto: José María Durán |
Foto: José María Durán |
Las comidas más corrientes eran las sopas de ajo con
leche de cabra “sopas canas” o migas para el desayuno, el cocido para la comida
y pipos con arroz para la noche. Eso era lo más corriente pero se hacían patatas
con carne o con conejo, patatas con bacalao y contaban en casi todas las casas
con la matanza: chorizos, lomo en aceite, jamón…En la entrada de las casas, en
el portal, solía haber una cestita de mimbre con quesos de las cabras. La
Iglesia mandaba abstenerse de comer carne todos los viernes del año y
autorizaba por medio de la “bula[1]” el
consumo de carne los viernes que no fueran de cuaresma. En los viernes de
cuaresma la comida más normal era el potaje y la tortilla o bacalao. El consumo
de pescado, a excepción en algunos casos de truchas que se pescaban en el río,
era poco frecuente. En casi todas las casas disponían de leche de las cabras o
vacas y de huevos de las gallinas que campaban por todas las calles del pueblo.
La matanza: Se
realizaba por el mes de Noviembre-Diciembre. En Navacepedilla por San Martín,
el Patrón, cuya fiesta se celebraba el 11 de Noviembre, aunque se trasladara al
lunes siguiente al domingo de Pentecostés por el frio que hacía, se le
conocía
como San Martín de Matapuercos. La matanza era toda una fiesta familiar. Se
empezaba muy de mañana, llegaban los miembros de la familia y en la cocina ya
estaba preparado el aguardiente y alguna cosa más. Previamente al sacrificio
del cerdo o cerdos, según los casos, se había preparado un buen haz de helechos
o paja de rastrojo para “socarrarle”.
La matanza. Foto: Alberto |
Se
tenía preparada la mesa, el cuchillo, el barreño para recoger la sangre, la
artesa y una tabla o teja para raspar la piel una vez “socarrado”. Normalmente
intervenían cinco o seis hombres, dos le cogían por las orejas apretando contra
el suelo para que el matarife pudiera atarle el hocico con una cuerda, y otro
le levantaba
una pata trasera, le inmovilizaban y otros dos cogiéndose las manos por debajo de la tripa del animal le levantaban y entre todos lo echaban a la mesa. Una vez sacrificado, se le abría en canal para recoger las tripas en la artesa para llevarlas a lavar al río. Se recogía una muestra o dos de carne para reconocerla el veterinario. Ese era el primer día.
una pata trasera, le inmovilizaban y otros dos cogiéndose las manos por debajo de la tripa del animal le levantaban y entre todos lo echaban a la mesa. Una vez sacrificado, se le abría en canal para recoger las tripas en la artesa para llevarlas a lavar al río. Se recogía una muestra o dos de carne para reconocerla el veterinario. Ese era el primer día.
El
segundo día, también temprano, no faltaba el aguardiente aunque se preparaba el
café y algún trozo de magro a la brasa “moraga” y con la bota de vino a mano se
empezaba el despiece del cerdo. En diferentes artesas se separaban las
distintas partes: Los pies, las orejas y la cabeza. De la cabeza se separaban
las carrilladas “papadas” y se abría la cabeza para sacar los sesos. Se
continuaba abriendo en dos la canal, se separaban los jamones, las
paletillas, las
costillas, solomillos, lomos, el manto y finalmente los tocinos. Se picaba la
carne para hacer los chorizos que era después aderezada por la señora de la
casa: sal, pimentón y orégano, el “mondongo”. Para hacer las morcillas se
picaban muchas cebollas “matanceras”, que se
colocaban en un saco con una gran piedra encima para que escurrieran.
Este día de la matanza se solía comer juntos toda la familia, al mediodía un
buen cocido y por la noche la cena. El postre de la cena era la “cachuela” que
consistía en poner en una cazuela grande capas alternas de rebanadas de pan y
manzana reineta fritas, se sazonaba bien
de azúcar, se le echaba vino tinto y se lo cocía lentamente a la lumbre. La
sobremesa de la cena era de lo más animado, anécdotas, historias, chistes… El
buen humor y la convivencia eran sensacionales.
La artesa. Foto: José María Durán |
Se
continuaba, con menos personas haciendo los chorizos, uno colocaba la carne en la máquina picadora, daba la
manivela y otra persona sujetaba la tripa en el embudo de la picadora mientras
se llenaban las tripas. Dos señoras, una
a la derecha y otra a la izquierda se encargaban de picar con un alfiler la
tripa para sacarla el aire y atarlos en partes para dejarlos lo más apretados
posibles. Los chorizos se colgaban en la cocina en las varas dispuestas en la
trasera del techo. También colgaban algunos días los jamones después de la
salazón, para favorecer con la lumbre y el humo su curación, después los
conservaban en la bodega o en algún cuarto con temperatura fresca y constante.
No
terminaban aún los quehaceres aunque ya lo hacía solo la familia de la casa.
Los jamones los echaban en sal, creo que los tenían cubiertos veintiún días,
los lomos los “adobaban”, los dejaban orear y después solían meterlos en
grandes pucheros con aceite, así se conservaban prácticamente todo el año y las
mantecas, una vez secas, las freían para sacar la manteca y el resto se
aprovechaba en forma de “torreznos”.
El
vestido: Recordemos que en la entrevista al tío
Daniel habla de lo mal que lo pasaba la gente y que algunos iban descalzos y
agregaba “todavía no habían llegado las
“abarcas”, considerando que fue un progreso. Hemos conocido los más mayores
utilizar prendas hechas por los vecinos directamente. Las mujeres, no todas,
utilizaron el “uso” y la “rueca”[2] para
hilar la lana de las ovejas y después confeccionar con agujas de hacer punto,
jerséis, calcetines, guantes… Los hombres se construían sus propias cazadoras
de piel de carnero “zamarras”, para protegerse del frío y los “zahones”[3] – en
Navacepedilla “zanjones”- con piel de vaca curtida para proteger los
pantalones. Una prenda utilizada mayoritariamente
por los hombres era la faja de paño, que se enrollaba a la cintura para
proteger la zona lumbar. Yo recuerdo a personas muy mayores sacar de la faja la
piedra de cuarzo, el pedernal y la mecha. Colocaban la mecha justo en la
esquina de la piedra, golpeaban con el “pedernal” y encendían la mecha.
Posteriormente, en la posguerra, el uso de la pana fue el material textil más
generalizado. Ya aparece la figura del sastre. El vestido en la mujer era la falda
bajera y el manteo, con la “faltriquera”, especie de bolso, la blusa y el
mantón.
El
trabajo de los hombres que
realizaban en el campo era permanente prácticamente todas las horas del día. En
el invierno, por problemas de nieve, podría ser más relajado, dedicado
especialmente a cuidar del ganado, ir
arreglando los prados, cortar las varas para los “pipos” -las judías eran de mata
baja-, pelar los espárragos y amontonar las varas, rozar las lindes. Cuando
llegaba el mes de marzo se empezaba a preparar las huertas. Se sembraba todo lo que se podía regar. Se
rastrillaban y se cavaban a azadón, “mullido” y “acollado” todas las huertas
sembradas de patatas y hortalizas, después se seguía con los riegos y empezaba
la campaña de la siega de los prados y a continuación la de los cereales. No se
paraba, era un trabajo físico agotador. Los pastores y vaqueros, que eran
bastantes, aunque el trabajo no fuera agotador, sufrían las inclemencias del
tiempo y entonces no existían los trajes de agua, se cubrían con una manta
aguantando como podían el temporal. Las jornadas, quince o veinte días, en los
cordeles, para trashumar a la Extremadura eran agotadoras. Los que estaban de
pastores o vaqueros en los agostaderos se pasaban semanas sin poder ver a la
familia.
El trabajo de las mujeres no era menor,
trabajaban todas las horas del día, sobre todo en la casa haciendo las comidas.
También se encargaban de llevársela a sus maridos en el campo y lavaban la ropa
en el río en primavera, verano y otoño. En el invierno iban a lavar a las pozas
de agua caliente o menos fría que la del río, La Fuentecilla, Las Tejeruelas,
la cerca El Pleito y en la Aldea la fuente El Venero[4]. La mayor
parte del año fregaban los cacharros en el
río y cuando no iban al rio tenían
que acarrear cántaros de agua para poderlo hacer en sus casas. Una de las cosas
que llamaba la atención era en la matanza, tenían que coger la artesa y lavar
las tripas del cerdo en las aguas congeladas del río. En las matanzas,
sacrificar al cerdo era cuestión de los hombres, despiezarle en partes también,
pero aderezar la carne picada “mondongo”, hacer los chorizos, sacar la manteca
del manto, meter los lomos en aceite era misión de ellas. Picaban las patatas para sembrar, llevaban la
comida a los cerdos, regaban los huertos, ayudaban en la recogida de los frutos
y realizaban la criba de los granos en
la era. Lo más importante es que tenían a los hijos y los cuidaban, esta era la
gran misión, a veces solas porque sus maridos estaban de pastores o vaqueros y
se pasaban muchas temporadas fuera de casa.
Lavando, frente a la fuente de la era. Foto: Pedro Jiménez. |
En Navacepedilla
y en la Aldea, durante esta época, no se pasó hambre como ocurría en Madrid en la posguerra, por
ejemplo. Recuerdo que finalizada la contienda venían por el pueblo muchas
personas que estaban dispuestas a trabajar por lo que las dieran con tal de
poder comer. Sí que recuerdo que llegó sola una chiquilla de quince años y Dª
Primi, la maestra, que también daba clase a los niños durante la guerra, ensalzó
la conducta de un alumno porque compartió con ella el bocadillo que estaba
comiendo en el juego de pelota. La mayoría de la gente tenía patatas,
hortalizas y casi todas las familias cebaban un cerdo. Con ello estaba
asegurada la subsistencia, aunque también hubo familias que acudían a los
comercios y no podían pagar lo que compraban hasta que no vendían la cosecha o
cabezas de ganado en las ferias.
En
la posguerra se implantó el
racionamiento, nos daban una cartilla con cupones y la presentábamos en los
comercios y te daban la cantidad de aceite, azúcar, pan… que te correspondía,
artículos de primera necesidad. Alguna pequeña temporada nos dieron un pan
amarillo, debía ser de maíz que se ponía muy duro. El tabaco también estaba
racionado igual que los alimentos y su distribución era igual.
En
sentido contrario al racionamiento estaba el “cupo forzoso” que era la contribución que tenía que pagar el pueblo
al Estado de patatas, judías y cereales. Se hacía un reparto y cada uno
contribuía con arreglo a lo que cosechaba que tenía que declarar. Para
comprobar las declaraciones que cada uno hacía, el Estado nombró Delegados de
Abastos que se presentaban sin previo aviso en los molinos y en las casas a
inspeccionar. Solían poner cuantiosas multas y se incautaban de los productos
no declarados. Solo recuerdo la visita de uno de ellos, con un fin concreto,
inspeccionar el molino de Eduardo, no pasó nada.
Tuvimos algunas noticias: ¡que
vienen los Delegados!, y mucha gente escondía
donde podía las judías, el centeno... A la presión del Estado la respuesta de
la gente fue “El Estraperlo”. Al
pueblo venían, entre otros, los “Florentinos”, de la zona de las Cinco Villas
“El Barranco”, con mulas cargados con pellejos de aceite que clandestinamente
vendían por las casas, unas veces con pago al contado y otras en especie. Los
molineros acarreaban grano por las noches de los pueblos de la sierra, por
caminos y veredas para sortear a la Guardia Civil, lloviendo o nevando, lo
molían clandestinamente y hacían el mismo camino de regreso para entregar la harina.
Fueron los más perseguidos. En los molinos de la Ribera era frecuente la
temible visita de los Delegados pero no
tenían más remedio que seguir moliendo para poder subsistir. En Navacepedilla
tuvimos suerte, todo se quedó en sustos. Hay que tener en cuenta que estábamos
al final de la carretera de tierra y por la que se circulaba mal.
Los carnavales: Era una de las fiestas más celebradas por la
juventud porque suponía ciertas licencias que en otra época estaban mal vistas
y no se podían hacer. La costumbre era tirar cacharros a los portales de las
casas, cántaros estropeados, latas de conservas… Damos el susto a los vecinos
sentados a la lumbre. Esto era posible porque todas las puertas estaban
abiertas. En la mayoría de los casos no se enfadaba la gente pero en algunos
casos corríamos riesgo de persecución con posibles tirones de orejas o quejas a
nuestros padres. Había quien nos perseguía por seguir la juerga. Otra de las
cosas que hacíamos y que la gente lo llevaba bien era
que quitábamos los huevos
de los nidales de las gallinas en las cuadras, los quesos que conservaban en
las cestas de mimbre en las entradas de las casas, algún chorizo de las cocinas,
y con ello, se organizaba la juerga en el bar. También tomábamos objetos que
empeñábamos en la taberna por una pequeña consumición. Nadie se enfadaba, más
bien se presumía que los mozos la hubieran cogido alguna cosa para su juerga,
naturalmente a las familias que pensábamos que no les gustaba pues se respetaba.
Un año se nos enfadó una señora y fuimos los dos que la habíamos cogido seis
huevos a devolvérselos, eso la enfadó mucho más.
Fiesta de carnaval en la plaza. Foto: Jesús y José Francés |
El miércoles de ceniza se celebraba el
entierro de la sardina y era muy llamativo, se reunía prácticamente todo el
pueblo en la plaza, uno vestido de cura, sacristanes, monaguillos, con el
hisopo, los cánticos, las plañideras, todo un acontecimiento. Lo difícil era
conocer a los personajes que intervenían en los actos por lo imaginativos que
eran los disfraces. Hubo un año que escenificaron en la plaza, en un tablado,
una operación “sacando una muela”, con los médicos y las enfermeras vestidos
con sus batas blancas. La anestesia era coñac y la herramienta que utilizaban
eran aperos de labranza…. Otro año con
unas parihuelas a las que unieron las astas de una vaca y dos mozos debajo,
tapados con un faldón haciendo de toro,
y el torero era la persona más graciosa que había en el pueblo, fue una
charlotada divertidísima, el torero en la faena se dejó caer varias veces los calzoncillos,
claro nunca se dejó caer los últimos. Era tal la gracia que tenía esta persona
que para que hiciera un rato de carnaval
iban unos cuantos mozos a ayudarle a trabajar sus tierras una mañana. Lo importante era que el pueblo se reunía,
celebraba y convivía en un clima de fiesta.
Los Viajes: El tío Daniel “El Caminero” relata muy bien cómo se realizaban los desplazamientos en el primer tercio del siglo para desplazarse hasta Ávila y emprender viaje en tren rumbo a la Capital, a Extremadura o emigrar a América. Lo de los viajes a América, en la mayoría de los casos a La Argentina, durante el primer tercio de siglo, debió ser épico. Empezando por el desplazamiento desde Navacepedilla, con mucho equipaje porque la situación lo requería, acompañados de algún familiar con caballerías, entonces, como dice el tío Daniel, no había coche de línea. En la estación de Ávila, a esperar a que llegara el tren para
Excursión a la Sierra: Ismael, Jesús, Dionisio, Pili, Elena, Juani, Costan, Rosario... Foto: Rosario. |
En la posguerra también fue complicado. La
emigración a la Argentina fue ya mucho menor, no sobrepasó la docena, los
viajes de Madrid al pueblo, o al revés, fueron más frecuentes. En muchas ocasiones
el viaje duraba más de un día. La salida del tren en la estación Norte en
Madrid, no solía ser puntual, a veces no tenías billete y podías estar
esperando a otro tren varias horas. Llegaban a Ávila y desde la estación, con
sus maletas de la mano llegaban al hotel Jardín, situado frente a la puerta de
la muralla de la Catedral, donde el señor Encinar te facilitaba los billetes
para el coche correo que pasaba por la venta de Juan Lorenzo en Villafranca.
Pero no siempre tenías billete, aunque hubieras estado de los primeros en la
cola, la picaresca estaba a la orden del día y asombrosamente te quedabas en
tierra. Hubo familias que tuvieron que pasar la noche en Ávila hasta el día
siguiente porque el señor Encinar adjudicaba los billetes a discreción. El camino
hacía Ávila, desde la venta, era más fácil porque te podías encontrar con
Amalio, uno de los conductores de los coches de línea, que era del pueblo y
siempre te ayudaba.
Las anécdotas serían interminables de contar aunque no debo
personalizarlas porque no cuento con el permiso de los protagonistas, lo que
ocurre que algunas fueron tan entrañables que no creo que ofendan a nadie.
Cuando éramos
pequeños, por los años cuarenta, la
noche de reyes, todos los muchachos observábamos una gran escalera a la
puerta del tío Loreto y comentábamos: ¡mira!…, ¡mira!…, ya tiene el tío Loreto
la escalera para que puedan subir los reyes a los
balcones a echarnos los
regalos. Lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta, allí llevaba, a su puerta,
el bueno del tío Loreto su enorme
escalera para ilusión de los pequeños. Y los mayores guardaban, como un rito,
el secreto. El tío Loreto era una
persona entrañable, siempre dispuesto a favorecer a todo el mundo. Los chavales
estábamos deseando que nos mandara a algún recado porque siempre nos daba algo.
Tío Loreto, Petra, Leopoldo,, Ana Mari, Asunita y Araceli. Foto: Ana Mari. |
Otra costumbre,
por aquellos tiempo, era la de tomar el
aguardiente todas las mañanas, antes del desayuno, ¡hacía tanto frío!.
Todas las mañanas muy temprano, mi abuelo Cándido, tío Juanito y tío Loreto
eran fijos, algunos días se les agregaba alguno. Hacían el recorrido por los
tres bares del pueblo. En la calle donde estaban los bares se enteraban los
vecinos, desde la cama, si hacía frío, si había nevado. Eran los cronistas del
tiempo y de alguna cosa más.
Una noche de
verano apareció el cielo rojo, muy rojo. La gente en la plaza comentaba de
todo. Al final, a muchos les pareció que se estaba quemando el valle, detrás de
las Hoyuelas. Subieron tres mozos y regresaron con la negativa. Después nos
enteramos que hasta Navacepedilla había llegado el efecto de la “Aurora Boreal”.
De vez en cuando, también en verano, venían titiriteros, algunas veces celebraban la fiesta en la plaza, todo el que quería ir a ver el espectáculo se llevaba su silla y disfrutaba. Hacían un descanso y pasaban la bandeja, cada espectador echaba “la voluntad”. Algunos años vinieron compañías que hacían teatro en casillas o corrales y ya cobraban una entrada módica. En las tenadas de tía Julia, en la calle del Molino, estuvo una compañía tres días haciendo una obra diferente cada día con gran éxito. Recuerdo la representación de “Morena Clara”.
Los chavales de la
escuela, dirigidos por los maestros recitábamos
poesías, las niñas desde la verja y los niños desde el balcón del
Ayuntamiento. Las más celebradas eran las castellanas de Gabriel y Galán.
Cuando éramos mozalbetes, también dirigidos
por el maestro, en la trasera de la
casa de Maxi, hoy de Rubén Domínguez, representamos “Anacleto se Divorcia”.
Entre bambalinas siempre andaba echándonos colonia la persona más amable y más
chistosa de Navacepedilla, la tía Angelita, cuñada de tío Cesáreo.
Por la izquierda: Tía Julianilla, tía Angelita, tío Cosme, Nati, Santiago. Foto: Pedro Jiménez. |
Una noticia muy comentada
fue la aparición en la prensa nacional, -no recuerdo la fecha- pero debió ser
por los años cincuenta, en el Diario Pueblo, con caracteres destacados el
artículo: “CUIDADO CON LOS DE
NAVACEPEDILLA. Se refería al
episodio que protagonizó un Teniente Coronel del ejército en un autobús de EMT,
cuyo cobrador era Carmelo Jiménez. El Teniente Coronel pasó al autobús y
Carmelo le solicitó pagar el billete, como no lo hizo, Carmelo no se lo pensó y
ordenó al conductor dirigirse a Comisaría y el pasajero tuvo que abonar su
billete.
De vez en cuando
en un carro, tirado por un caballo o burro aparecía alguna familia “Los quincalleros”, compraban, vendían o
cambiaban todo tipo de cosas. Uno de los trabajos que hacían era arreglar todo
tipo de recipientes de cinc o de cobre: calderos, sartenes, cazuelas…Lo
limpiaban, lo lijaban y en el agujero, que previamente habían redondeado,
metían una especie de taco de aluminio o latón que remachaban por ambos lados y
quedaba listo para volverlo a utilizar.
Otra visita anual
era la del capador. Venía todos los
años un hombre de Mirueña y utilizaba el silbato con el mismo o parecido tono que
el del afilador, se encargaba de capar a todas las cerdas una vez que ya habían
criado a los cerditos para el próximo
año. De esta manera ya las dedicaban al engorde para la matanza. Con solo una
persona que cogiera al cerdo o cerda que querían capar por las patas, él la
ponía su pie sobre el cuello y con una gran habilidad realizaba la operación.
A mediados de los
cuarenta, un buen día del mes de mayo que subíamos Candi y yo a esperar las
ovejas de Villanueva al Puerto Chía (mi abuelo y mi tío fueron guardas de la
dehesa), nos encontramos en El Vallejo a un fraile, con vestidos morados,
ceñido con un grueso cinturón y una vara
larga, al final de la vara atada una calabaza “El Fraile de la Calabaza”. Charló con nosotros y nada nos pareció
anormal. Llegó al pueblo y habló con las autoridades, le proporcionaron
hospedaje en la posada del tío Lesmes y le facilitaron la llave de la Iglesia.
Reunió al pueblo y pronuncio un sermón. Un poco extraño sí que pareció el
sermón, sobre todo la frase “churraba sangre…”. La cuestión es que a la mañana
siguiente, muy temprano, se marchó, después de una buena acogida y pagarle la
estancia en la posada. A los pocos
días llegó la noticia que habían detenido a un “Maquis”, vestido de fraile en
un pueblo del Valle Amblés.
La Merendilla: El lunes después de
pascua, por la tarde, aprovechando que no había clase, se celebraba por los
chavales el día de “la merendilla”. Las familias solían hacernos alguna
tortilla o bien lomo en aceite, chorizo y, a veces, alguna golosina. Nos lo
colocaban en una cesta y nos lo íbamos a comer al campo. Cuando éramos un poco
mayorcitos, nos agregaban un frasquito con vino. En Navacepedilla, entonces,
era muy frecuente ver a los niños tomar de merienda un trozo de pan mojado en
vino con azúcar. Era una fiesta en la que estábamos solos, merendábamos y
jugábamos fuera del pueblo, nos sentíamos importantes.Imágenes relacionadas:
Salustiano, Fidela, Enrique. Foto: Enrique Sánchez.
|
Foto de 1.932 | ||
|
Familia Vergas-Blázquez. Fotos: Alberto
Antonina, Ángel, Fidela y Luis. |
Fulgencia, Hermegilda, Elia. Foto: familia Mendoza. |
Familia Feliz-Consuelo. Foto: Pablo. |
Felipe, Candi, Petri. |
Familia tía Nicasia. Excursión en Velacha. Foto: E. Sánchez. |
Victorio y esposa de D. Cosme. |
Comida en el corral. Familia tía Nicasia. Foto: Enrique Sánchez. |
Familia de Nicasia Rey, en el puente del Molino. Foto: E. Sánchez. |
[1] .- La Bula de la Santa Cruzada (por los Cruzados a los
Santos Lugares) era un documento que autorizaba a comer carne o caldo de carne
los viernes no de cuaresma, por ella se abonaba una cantidad entre 0,50 a 10
pesetas. El Concilio Vaticano II, año 1.966, suavizó sus efectos y la
Conferencia Episcopal Española anunció su desaparición.
[2] .- El uso era
una vara larga donde se colocaba el copo de lana, lavada y estirada. Se
unía a la rueca que la daban vueltas para hacer el hilo y seguidamente
enrollarlo en ella. Cuando la rueca se llenaba se almacenaba en ovillos para
confeccionar las prendas
[3] .- Una especie de calzón de cuero que cubría desde la
cintura hasta media pierna, abiertos desde la entrepierna que se ata a los
muslos para proteger los pantalones.
[4] .- Eran manantiales que nacían y tenían su estanque
“poza” en terreno particular, donde lavaban la ropa, pero para este menester
eran de uso público.
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