miércoles

EL RÍO CORNEJA. EL PAISAJE



EL RÍO CORNEJA. EL PAISAJE


El Río Corneja, es uno de los elementos, junto con el paisaje, más importante y emblemático de Navacepedilla. Además de ser importante por la cantidad de prados y huertas que con él se regaban y proporcionar agua a los tres molinos harineros y a la central de la luz, constituyó desde siempre un atractivo para el baño en la época estival, y sobre todo, para la pesca de las exquisitas truchas comunes, las de las pintas rojas. En la época a que nos referimos proliferaban las truchas, y unos con caña, en aquellos tiempos, vara de avellano, con aparejos rudimentarios, un poco de "bramante", unos pelos (sedal) de pocos centímetros que se les unía con nudos, una veleta echa con tapones de corcho, el plomo y el anzuelo y a pescar. Era tal la cantidad de truchas que había que todo el mundo las pescaba, claro, unos más que otros. El maestro de maestros era el tío Victorio. Era un espectáculo verle pescar. Recuerdo un día que subíamos a la fiesta de San Juan y estaba pescando por el molino de tío Sebastián, cada minuto sacaba una. Luego llegó la sofisticación de los aparejos: la caña de bambú, lanzadera, la cucharilla, la mosca y la proliferación de pescadores y todo cambió. Durante el verano la gente se dedicaba a pescarlas a mano, otros con trasmallo y algún desaprensivo con cicuta o gordolobo. A pesar de todo había muchísimas. Durante la hora de la siesta de los recogedores del heno, al río, a pescar las truchas  a mano para la cena.
En los meses de julio y agosto todas las tardes los chavales, según comíamos, a pescar y a bañarnos al molino del tío Mariano, luego de Alberto, su hijo. Siempre pescábamos unas cuantas.
Navacepedilla en otoño.
       El baño lo inaugurábamos en San Juan, ¡con el frío que venía el agua! Los padres no nos dejaban pero…. En aquellos tiempos, en el charco San Juan, en el de la Luz, en el molino de Alberto, lleno de pequeños, mayores, todos juntos bañándonos sin bañador, como nuestra madre nos trajo al mundo. ¡Cómo cambian los tiempos!. Empezó a usar bañador Jaime el de tío Natalio y D. Ramón, el médico, y algún veraneante…Las jovencitas, las más atrevidas, solían irse a bañar a los Pinarejos con faldas hasta los tobillos, tenían en secreto el sitio para evitar que fuéramos a verlas, "espiarlas".

El Paisaje hace cien años no era igual que ahora aunque pueda parecer que siempre haya sido igual.

En la primavera, por el mes de abril, empezaban a amarillear los prados, nacían “los gamonitos”[1] y se recogía en los alrededores de las fuentes “la pamplina”[2] para hacer exquisitas ensaladas. Estas dos cosas han cambiado poco. Todas las fincas estaban limpias, los prados regándose, totalmente verdes y las huertas con todas sus lindes rozadas y el campo arado, las varas para las judías apiladas, parecía todo un jardín esmeradamente cuidado. Era una gozada mirar desde el camposanto, por ejemplo, al carretil y ver el contraste marrón de las fincas aradas, el verdor de los prados y entre el robledal el blanco de los cerezos en flor. En la Aldea ocurría lo mismo. Era una delicia pasear por La Carrera, a un lado y a otro todo sembrado de patatas y judías. Durante el mes de mayo y
Floración del tomillo "Lavanda"
junio la floración de la retama “escobas”,  los tomillos, los perales y los manzanos era todo un espectáculo de colores y de olores. Si la primavera empezaba lluviosa y en el mes de junio hacía calor, toda la montaña, cubierta de retamas, florecía casi al mismo tiempo, se ponía amarilla y despedía un intenso y agradable olor. Ahora tanto o más porque al haber poco ganado es más tupida la retama “escobas”, el año pasado 2017 fue especialmente espectacular. En el siglo pasado la floración de los frutales en el mes de mayo-junio, abundantísimos en todas las huertas,  cada especie tenía una flor diferente, el marrón de las huertas recién sembradas, el verdor de los alrededores producían una foto incomparable.  Cuando vivíamos allí no captábamos estos fenómenos con la intensidad que ahora que llegamos del olor contaminado de la gran ciudad.

El verano también era diferente, todos los campos arados se han vuelto verdes, habían crecido las patatas, las judías, las hortalizas… Las fincas dedicadas a cereal, todas sembradas de trigo, centeno, cebada o algarrobas. En la sierra, los rozos, casi toda Velacha o el Vallejo sembradas de centeno y en la Aldea, Majalpino o Navalconcejo. Las fincas particulares en La Cancha, las
En la era. Foto: Pedro Jiménez.
Majadillas, Majacolchón, los Pinares… Todo sembrado. No había fuente en la Sierra que no hubiera comiendo o sesteando rebaños de ovejas y convivieran segadores, pastores, el cabrero o el burrero. Ahora no te encuentras a nadie.
Además de los colores y olores, los cánticos de la perdiz, la codorniz, la tórtola, la paloma y el ruiseñor en los árboles de las huertas, no dejaban de sonar. En el silencio de la noche, los autillos y el cárabo se oían con toda nitidez y alguna vez el aullido de los lobos.
Y el paisaje ambiental era totalmente diferente. En verano, cuadrillas de segadores, carretas, yeguas y burros cargados de “mies” camino de la era que funcionaba desde mediados de julio hasta últimos de Septiembre. Unos más, otros menos, todos a la era. Otra estampa era el botijo y los cántaros de barro para llevar agua para beber de las fuentes del río, de la calle La Aldea o del Chorrillo en el anejo.
Las noches del verano, acabada la jornada, todo el pueblo disfrutaba del frescor de la noche, se juntaban los vecinos a las puertas de sus casas y charlaban, y en la plaza, toda la chavalería jugando al rescate, al “perro galgo”, a la “zapatilla por detrás”… y corriendo por las calles del pueblo jugando al escondite o escapándonos de los “zanjonazos” que nos propinaban los mozos, sobre todo Ángel, “El Pavero”.

El otoño era parecido al actual aunque había algunas diferencias. Nada más terminada la era aparecían los burros cargados de piornos “calabones”[3] que traían de la sierra, en la era la mies se ha sustituido por las judías que extendidas al sol, una vez aireadas y 

secas, se las apaleaba con una mimbre para separarlas de las cáscaras. En las huertas se arrancaban las patatas, se quemaban sus parras y se limpiaban las varas de los “pipos” para utilizarlas al año siguiente. En la era aparecen las flores moradas del azafrán silvestre.
En los prados,  robledales y los pinares aparecen multitud de setas exquisitas, boletos de todas clases: edulis, pinícola, regios. Setas de cardo y de caña de la misma familia, “corrillos de brujas”, lepista nuda y personata (“borrachas” en lenguaje vulgar), y gran variedad de champiñones y níscalos.
El paisaje cambia totalmente. El otoño quizá sea la estación más hermosa en Navacepedilla. El marrón de las huertas y tierras de labor, el verdor intenso de la retama, el ocre del robledal y entrelazado, mezclado, el amarillo intenso de los chopos. En la parte medía de la montaña, en los pinares y en navazás el color rojo vinoso de los “serbales”[4] dan al paisaje un colorido sorprendente, incomparable.

El invierno es la estación más difícil por las temperaturas tan extremas que se dan, la mayor parte del invierno con temperaturas bajo cero. Recuerdo helarse los huevos  colocados en el basar del portal de las casas. Los nevazos que caían eran abundantes y los “carámbanos” que pendían de los tejados llegaban casi hasta el suelo. Varios días al año los muchachos no podíamos ir a la escuela y los animales tenían que quedarse en las cuadras sin poder salir. Hubo un año que duró tanto el invierno que se murieron los conejos en la sierra porque se quedaron sin comida. Aunque parece ser que en épocas pasadas nevaba más…Lo decía el tío Ruso un día en una de las tertulia que se formaban en el juego de pelota, hablaban del tiempo y la gente recordaba que antes nevaba más y el bueno de tío Ruso espetó: “Con eso de que la tierra da vueltas nos habremos ido a tierra cálida”.
Cuando nevaba la mayoría de la gente se marchaba con azadón y perro a rastrear los conejos y en los vivares los cavaban y los cazaban fácilmente. Los que tenían colocados los “orzuelos” en las tierras centeneras o alrededor de las fuentes, estaban de enhorabuena porque se podrían encontrar con más de una perdiz en cada uno, ya que se cubrían de nieve y las perdices, al estar tapadas las tablas, volvían a pasar y caían. Los chavales cuando nevaba, ¡tan contentos!. Si nevaba mucho, no podíamos ir a la escuela y además porque preparábamos cuadrillas para jugar con la nieve. Lo primero que hacíamos era construir un gran monigote de nieve en la plaza, lo más imaginativo y gracioso posible. En cualquier cuesta improvisábamos una bajada de esquí, con cualquier cosa, un saco, una tabla,  debajo del culo  y a lanzarnos cuesta abajo. Alguna vez nos fuimos al estanque del carretil a patinar, tomábamos nuestras precauciones, nos atábamos a la cintura una soga, si se desprendía el hielo tirábamos de la soga. Uno patinaba y los otros controlaban la soga. La gran movida consistía en “jugar a la guerra” con bolas
Nevada 2017. Foto: José Luis Baquero
de nieve. Dos cuadrillas y a “bolazos” por las huertas y las calles del pueblo, y claro, siempre se escapaba alguna y sin querer se la encontraba alguna persona mayor y según quién, teníamos problemas. Nevaba muchísimo, en la Calleja la Aldea, en la zona donde ahora vive Guille y Jaime se cubría toda la calle de nieve y  desde los cercados se podía subir a los tejados de las casas y tirar por la chimenea alguna bola de nieve.
La estampa típica del invierno eran las vacas en los prados alimentándose con el heno almacenado en “las alméales”, las ovejas y cabras estabuladas, con los corderos y los cabritos. Bueno, era sorprendente  el espectáculo de la matanza, las luminarias en las calles “chuscarrando” al cerdo y las mujeres en el río lavando las tripas para después hacer los chorizos.
Una de los recuerdos imborrables era la llegada del cartero, como en el invierno las carreteras se hacían impracticables, no circulaba el coche de línea y solo de vez en cuando llegaba la correspondencia. La gente se agolpaba alrededor del tío Pablo, en la plaza, a preguntarle y ya anunciaba  los que tenían carta, se lo sabía todo. La gente estaba deseosa de saber noticias de los que estaban en guerra o posteriormente de los pastores o familiares de los que se encontraban en Extremadura ante las noticias de las crecidas del Guadiana.



[1] .- Su nombre técnico “Jacintos”
[2] .- También se la conoce como “Boruja”. Especie de trébol pequeñito, en forma de alfombra tupida que se cría en las fuentes en primavera.
[3] .- Los troncos de las retamas “escobas” negras.
[4] .- En lenguaje popular “jeriondos”


Imágenes relacionadas:
Pinchar para verlas ampliadas.










                                    Navacepedilla desde las Tres Cruces. Foto: Alberto López
    


                                    Panorámica del Valle del Corneja. En primer término Villafranca de la Sierra 
                                                                      Foto: Alberto  López.





El tío Victorio pescando. Foto: Fausti.
El tío Victorio, con su hija Fausti.












Buena Pesca
















Foto: J.y J. Francés
Foto: Pablo-Justi












Foto: José Luis Baquero.




















Nevada 2017. Foto
J. Luis Baquero.












Floración: Verde Doncella.



La "almealera"

lunes

SIGLO XX. LA CAZA COMO RECURSO




LA CAZA COMO RECURSO


 

  Unos ponían trampas “orzuelos”[1] en las tierras sembradas de centeno o algarrobas. Consistía en rodear la tierra con un “halar” de ramos y, dejar unos huecos donde se ponían los “orzuelos” cubiertos de paja, por allí pasaban las perdices y caían en un hoyo. A la mañana siguiente se revisaban y se cogían las que habían caído. A veces hasta tres perdices en el mismo hoyo. Unos las aprovechaban para comida de casa y otros las vendían. Otros cazaban con reclamo. En el mes de marzo el reclamo, el de la jaula, era el macho. Cuando “cuchicheaba” el de la jaula, el de la pareja del campo venía a pelearse con él, su competidor. Había que dejar que entrase la hembra, se mataba la hembra y el macho, que levantaba el vuelo, volvía en busca de su pareja corriendo la misma suerte. En el mes de mayo el reclamo era con la hembra. Como las hembras en el campo, en esa época, estaban en el nido “engüerando”[2] sus huevos para sacar los “perdigones”[3], cuando cantaba la perdiz de la jaula, acudían los machos que estaban sueltos, incluso se peleaban delante del reclamo. Como había muchísima caza abundaban los cazadores con escopeta que se cargaban sus propios cartuchos. Cuando nevaba, mucha gente con sus perros, una red y un azadón, salían a cazar conejos. En muchos casos era una necesidad.

La familia del tío Vicente con sus hijos Santiago y Emilio eran cazadores profesionales que cazaban para vender las piezas, y con ello conseguían unos buenos ingresos para vivir. En aquellos tiempos se cazaba todo el año, no solamente no parecía mal, sino que los agricultores se alegraban para evitar daños de los conejos, las liebres y las perdices en los sembrados. Esta familia cazaba también zorros, tejones, jinetas, garduñas y en una ocasión cuatro crías de lobo en Serrota. En el caso de las zorras, tejones, ginetas y garduñas lo hacían para vender sus pieles, muy valiosas, especialmente la de la garduña que llegaba a valer las mil pesetas cuando un jornal no superaba las veinticinco pesetas. Su aliado era la nieve. Nada más clarear el día, bien enfundados con sus pellizas hechas con piel de oveja, calzados con abarcas, cubiertos los pies con “deales”[4] con su escopeta, su red y su perro salían al monte a perseguir a las presas por el rastro. El rastro más preciado era el de la garduña, podían estar todo un  día persiguiéndola siguiendo sus huellas, caminaba muchos kilómetros. Una vez localizado el animal, normalmente en los agujeros de un canchal, para obligarla a salir y dispararla, recogían un poco de pasto o incluso heno de alguna “almeal” y lo quemaban. Como le llegara algo de humo inmediatamente salía y aprovechando la visibilidad del terreno nevado era presa segura.

La caza del zorro: “Los Vicentes”, como se los llamaba en el pueblo, la llevaron a cabo de una manera especial. Vivían junto al molino y una de las ventanas del dormitorio daba a una pequeña huerta de su propiedad. Hablaban con el carnicero y les daba el vientre de una res, la ataban con una cuerda y la paseaban por el campo para que la zorra siguiera el rastro. Al llegar a casa, la dejaban colgada de un peral en la huerta, atada con una cuerda conectada al dormitorio con un sonajero-cascabel. Cuando la zorra , siguiendo el rastro que había dejado la carne, llegaba al peral, intentaba comer la presa, sonaba el testigo, se levantaba el tío Vicente y a través de la pequeña ventana la disparaba. Había noches que con este procedimiento podrían cobrar dos o tres zorros. La captura en la barrera del Liriazo en Serrota de cuatro crías de lobo
Santiago Navas, hijo del tío Vicente, relatando a
TV. Ávila la caza de cuatro crías de lobo en
Serrota. Foto. TV. Ávila
hembras, me contaron Santiago y Emilio que iban siguiendo la pista por una vereda, cuando llegaron a unas rocas y efectivamente, se encontraron con la cueva, la estaban observando cuando de repente salió la loba huyendo. Decidieron bajar uno al pueblo y el otro se quedó guardando la cueva para que la loba no entrara. Bajó Emilio y subieron con él Francisco Hernández y el tío Vicente con Emilio. Ya los cuatro decidieron entrar en la cueva hasta llegar a la camada. Me dice Santiago: ¿Y quién te crees que entró en la cueva?. El viejo Vicente, con dos narices, y sacó una por una las cuatro crías.


Las especies animales a mediados del siglo XX en Navacepedilla eran bastantes diferentes a las actuales. Eran abundantísimas las especies cinegéticas: conejos, liebres, perdices, codornices, tórtolas, palomas, que en estos momentos son muy escasas. También eran muy numerosas las poblaciones de lobos, zorros, comadrejas, jinetas, gato montés, tejones, garduñas, turones Entre las aves, te encontrabas con águilas, buitres, búhos, aguiluchos, alcotanes, lechuzas, cárabos, cuervos, estorninos, urracas, que en la mayoría de los casos han desaparecido o se encuentran en peligro de extinción. Pajarillos de todas clases. No había tantos buitres como hay ahora, veías algunos cuando había alguna res muerta, ahora es tal la proliferación de buitres que pueden ser una amenaza para el ganado. No existían, como ahora, jabalíes, ni corzos, ni cabras monteses, ni visones. El ejemplo más significativo de cambio fue la desaparición del lobo ibérico por los años setenta para volver a estar presente en nuestros bosques este año 2017.

Por la izquierda: Luis "El Pelechas", Pedro "El pelechas", 
         Luis " El Prim" y Hermenegildo, preparados para una
batida de lobos: Fotos: familia Mendoza
A partir de mil novecientos cuarenta, hasta los setenta, funcionaron en las provincias, no en todas, las Juntas Provinciales de Extinción de Animales Dañinos que incentivaron la caza de especies consideradas peligrosas para los intereses cinegéticos (empezaron a proliferar los cotos privados de caza), agrícolas y ganaderos. Las Juntas se nutrían de fondos -subvenciones concedidas por el Servicio Nacional de Caza y Pesca Fluvial- y de las cuotas, al menos en nuestra provincia, de las Juntas Locales de Extinción de Animales Dañinos que funcionaban dentro de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos. A excepción de las especies de caza, el resto de las especies eran objeto de extinción y se premiaba su captura. Los campeones eran agasajados, y se publicaban en la prensa sus fotografías y sus hazañas. Se premiaba la caza de aves que ahora están protegidas: Águilas, búhos, halcones, milanos y hasta las culebras, lagartos  y víboras, así como las crías y huevos de estos animales. Recuerdo que por cada loba capturada se pagaban 2.000 pesetas y por cada lobo 1.000, era el precio más alto. A partir de los años setenta se subsana la situación y empiezan a dictarse normas para la protección de la fauna y flora Ibérica. Todos los animales, que hasta ese momento eran objeto de exterminio, pasan a ser especies protegidas, creándose para este fin el Instituto para la Conservación de la Naturaleza ICONA.



[1] .- Se hacían en las casas con dos guías laterales de madera de bardal y dos travesaños. Con un hierro incandescente se hacían en los travesaños cuatro agujeros para sujetar dos tablas con cuerdas que retorcidas hacían de muelle. Cuando pisaba la perdiz caía en el hoyo y se volvían a cerrar las tablas.
[2] .- Se llamaba así a la puesta de la perdiz sobre los huevos hasta la salida de los polluelos.
[3].- Se llamaban a los pollos de perdiz.
[4] .- Llamaban “deales” a piezas de paño con la que se cubrían los pies como primera capa. Después se colocaban otra de piel, a la que habían quitado la lana, para no calarse.

jueves

VIVIENDA Y FORMA DE VIDA EN EL SIGLO XX



LA VIVIENDA, LA FORMA DE VIDA



El material básico empleado en la construcción de las viviendas en Navacepedilla  es la piedra de granito. Los muros son anchos y robustos para protegerse del duro clima invernal y del calor del verano.
En este siglo XX, conviven viviendas antiguas, construidas con piedras sin labrar recogidas directamente del campo, que con un pequeño golpe de maceta las colocaban magistralmente en las caras de los muros, cruzando algunas para darles seguridad, las
Tres casas antiguas, sin ventana ni chimenea.
En ellas vivían familias numerosas.
calzaban y rellenaban el centro del muro con “ripios”, arena, barro o cal. Solamente las piedras empleadas en puertas y ventanas eran alisadas con la “pica”. Una en la base, las verticales “jambas” y entre las “jambas”, una en cada una, perpendicular a ellas, que penetraban  en los muros de la casa “retranqueo” y, finalmente, el dintel.
La techumbre la realizaban colocando las vigas maestras, y sobre ellas,  tablas que no servían para carpintería. Sobre las tablas colocaban un lecho de retama, helecho o paja de rastrojo en el que se asentaba la teja. Sobresalía la enorme chimenea que, en su base, ocupaba gran parte de la cocina. Hemos conocido casas sin chimenea que evacuaban el humo por huecos  “humeros” de la techumbre.
Junto a estas casas más antiguas, la mayoría de una sola planta, construidas con piedras irregulares y de pequeño tamaño, aparecen, sobre todo en el centro del pueblo, casas con dos plantas, construidas con bloques de piedra de sillería. Generalmente estas casas disponen de corral con entrada por “puertas carreteras”, con tejadillo de madera en la que se asienta la teja. Las cubiertas con ramos “retama negra” existían en algunas cuadras, en los portones de los ranchos, corrales y en los chozos.
            Es curioso cómo aprovecharon los accidentes del terreno para construir sus casas. La zona de la calle de Las Lanchas, a ambos lados de la calle y el bloque de viviendas hasta el horno del tío Segundo, y la calle de Arriba, todas las viviendas están construidas sobre una enorme roca. Voluminosos “canchales” sirven de cimiento o muro de sus casas. Los pasos de escalera, frente a la puerta de la que fue escuela de las niñas, están construidos sobre la propia roca. Esto mismo ocurre en la zona alta de la calle de La Aldea.
Naturalmente que las viviendas eran muy variadas de tamaño pero tenían cierta parecida estructura. Predominaban las pequeñas casas con familias numerosas. Hoy comentamos: mira, en esta casa vivía el matrimonio y seis hijos y nos parece imposible. Había muchas viviendas que tenían el corral donde almacenaban montones de ramos y leña para la lumbre, y en las que no tenían corral lo colocaban en la puerta. Algunas tenían casilla en el corral en la que tenían los cerdos, el burro y las gallinas. Si esto no podía ser así, todas las familias contaban con un casillo lo más próximo a la vivienda.

Foto: José María Durán
     En la entrada de la casa te encontrabas con la puerta de dos hojas, la cimera y la bajera y traspasada la puerta normalmente tenías el portal, con un vasar en el que colocaban: platos, jarras pucheros de barro, almirez, bandejas, botellas… Debajo del vasar solía estar la cantarera con dos o tres cántaros de barro, debajo de la cantarera el botijo. Del portal partía la escalera para subir al “sobrao”. Seguías caminando y te encontrabas con la cocina, en casa de mi abuelo con dos escaños, uno a cada lado de la lumbre y “tajos” o “banquetas” de madera para sentarse, el suelo de lanchas y una más grande para poner la lumbre, en la lumbre los dos “morillones” y las trébedes. Encima del fogón la chimenea que sobrepasaba el tejado y sobresalía  como un metro en forma de cono de respetable tamaño. De la chimenea colgaban las llares para colgar el caldero de cobre para cocer la comida para los cerdos.  En el techo de la cocina, de madera, estaban colgadas las varas para colgar los chorizos de la matanza. En la pared del fondo solía haber una mesa fuerte de madera, la de matar los cerdos, y en la pared, la más alejada de la entrada, se
Foto: José María Durán
instalaba la “alacena” que cumplía con la misma misión que el vasar pero contenía la vajilla que se utilizaba diariamente en la cocina: platos, cubiertos, aceite, vinagre, pimentón, sal, vasos, ajos, cebollas… La puerta contigua era “la sala”, más o menos espaciosa, en algunas casas hacía  como de salón,  con una cortina haciendo de puerta solía haber una o dos alcobas con las camas. Claro, esto eran las casas más antiguas, en la posguerra había ya muchas casas que contaban con habitaciones independientes con camas de hierro. La cama de matrimonio solía ser con adornos dorados, actualmente muy apreciadas. Lo más corriente es que tuvieran una salita y una o dos alcobas  de dimensiones mínimas, con mucha familia. El “sobrado”, era el almacén de la casa, se almacenaba de todo, los sacos de centeno, algarrobas, judías, patatas. Los aperos: guadañas, hoces, azadas, horcas de hierro, palas, redes para el carro, la nasa con el pan… Era el sitio preferido, por lo menos para mí. En casa de mi abuelo había un chuzo y un pistolón viejo de dos caños escondido en un rincón. Bueno lo que no faltaba en ningún “sobrado” era la ratonera, todos los días caía algún ratón. Por supuesto, las casas carecían de agua corriente. La tenían que traer del pilón de la plaza, de la fuente del río o de la de la calleja La Aldea. Las aguas menores y mayores se hacían en el orinal y depositadas en un cubo se tiraban al rio o bien se utilizaba la cuadra. Cuando se hacía limpieza general se “jalbegaba” las paredes y el barrido lo hacían con una escoba de pajas muy finas  que cortaban de “berceo”, ponían el tronco en remojo, pasados unos días las ataban y cortaban las puntas. Para barrer la lumbre usaban una escobilla que hacían de tomillo. Posteriormente por los años setenta se instalaron dos o tres fuentes más con agua potable que trajeron del Prado Largo. Finalmente en Agosto de 1.981 se instaló el agua corriente y el desagüe en las casas.

A principios del siglo XX, se observan todavía en las viviendas más antiguas las ventanas muy pequeñas y enrejadas. Navacepedilla llego a tener una población muy numerosa y había gente que no disponía de un trozo de tierra para sembrar. Algunas familias pasaban necesidad y recogían lo que podían para poder subsistir y por seguridad, las casas se construían con las ventanas lo mas pequeñas posibles.

Las comidas más corrientes eran las sopas de ajo con leche de cabra “sopas canas” o migas para el desayuno, el cocido para la comida y pipos con arroz para la noche. Eso era lo más corriente pero se hacían patatas con carne o con conejo, patatas con bacalao y contaban en casi todas las casas con la matanza: chorizos, lomo en aceite, jamón…En la entrada de las casas, en el portal, solía haber una cestita de mimbre con quesos de las cabras. La Iglesia mandaba abstenerse de comer carne todos los viernes del año y autorizaba por medio de la “bula[1]” el consumo de carne los viernes que no fueran de cuaresma. En los viernes de cuaresma la comida más normal era el potaje y la tortilla o bacalao. El consumo de pescado, a excepción en algunos casos de truchas que se pescaban en el río, era poco frecuente. En casi todas las casas disponían de leche de las cabras o vacas y de huevos de las gallinas que campaban por todas las calles del pueblo.



La matanza: Se realizaba por el mes de Noviembre-Diciembre. En Navacepedilla por San Martín, el Patrón, cuya fiesta se celebraba el 11 de Noviembre, aunque se trasladara al lunes siguiente al domingo de Pentecostés por el frio que hacía, se le 
La matanza. Foto: Alberto
conocía como San Martín de Matapuercos. La matanza era toda una fiesta familiar. Se empezaba muy de mañana, llegaban los miembros de la familia y en la cocina ya estaba preparado el aguardiente y alguna cosa más. Previamente al sacrificio del cerdo o cerdos, según los casos, se había preparado un buen haz de helechos o paja de rastrojo para “socarrarle”.
            Se tenía preparada la mesa, el cuchillo, el barreño para recoger la sangre, la artesa y una tabla o teja para raspar la piel una vez “socarrado”. Normalmente intervenían cinco o seis hombres, dos le cogían por las orejas apretando contra el suelo para que el matarife pudiera atarle el hocico con una cuerda, y otro le levantaba
 una pata trasera, le inmovilizaban y otros dos cogiéndose las manos por debajo de la tripa del animal le levantaban y entre todos lo echaban a la mesa. Una vez sacrificado, se le abría en canal para recoger las tripas en la artesa para llevarlas a lavar al río. Se recogía una muestra o dos de carne para reconocerla el veterinario. Ese era el primer día.
            El segundo día, también temprano, no faltaba el aguardiente aunque se preparaba el café y algún trozo de magro a la brasa “moraga” y con la bota de vino a mano se empezaba el despiece del cerdo. En diferentes artesas se separaban las distintas partes: Los pies, las orejas y la cabeza. De la cabeza se separaban las carrilladas “papadas” y se abría la cabeza para sacar los sesos. Se continuaba abriendo en dos la canal, se separaban los jamones, las 
La artesa. Foto: José María Durán
paletillas, las costillas, solomillos, lomos, el manto y finalmente los tocinos. Se picaba la carne para hacer los chorizos que era después aderezada por la señora de la casa: sal, pimentón y orégano, el “mondongo”. Para hacer las morcillas se picaban muchas cebollas “matanceras”, que se  colocaban en un saco con una gran piedra encima para que escurrieran. Este día de la matanza se solía comer juntos toda la familia, al mediodía un buen cocido y por la noche la cena. El postre de la cena era la “cachuela” que consistía en poner en una cazuela grande capas alternas de rebanadas de pan y manzana reineta fritas,  se sazonaba bien de azúcar, se le echaba vino tinto y se lo cocía lentamente a la lumbre. La sobremesa de la cena era de lo más animado, anécdotas, historias, chistes… El buen humor y la convivencia eran sensacionales.
            Se continuaba, con menos personas haciendo los chorizos, uno colocaba la carne  en la máquina picadora, daba la manivela y otra persona sujetaba la tripa en el embudo de la picadora mientras se llenaban las tripas.  Dos señoras, una a la derecha y otra a la izquierda se encargaban de picar con un alfiler la tripa para sacarla el aire y atarlos en partes para dejarlos lo más apretados posibles. Los chorizos se colgaban en la cocina en las varas dispuestas en la trasera del techo. También colgaban algunos días los jamones después de la salazón, para favorecer con la lumbre y el humo su curación, después los conservaban en la bodega o en algún cuarto con temperatura fresca y constante.
      No terminaban aún los quehaceres aunque ya lo hacía solo la familia de la casa. Los jamones los echaban en sal, creo que los tenían cubiertos veintiún días, los lomos los “adobaban”, los dejaban orear y después solían meterlos en grandes pucheros con aceite, así se conservaban prácticamente todo el año y las mantecas, una vez secas, las freían para sacar la manteca y el resto se aprovechaba en forma de “torreznos”.

      El vestido: Recordemos que en la entrevista al tío Daniel habla de lo mal que lo pasaba la gente y que algunos iban descalzos y agregaba “todavía no habían llegado las “abarcas”, considerando que fue un progreso. Hemos conocido los más mayores utilizar prendas hechas por los vecinos directamente. Las mujeres, no todas, utilizaron el “uso” y la “rueca”[2] para hilar la lana de las ovejas y después confeccionar con agujas de hacer punto, jerséis, calcetines, guantes… Los hombres se construían sus propias cazadoras de piel de carnero “zamarras”, para protegerse del frío y los “zahones”[3] – en Navacepedilla “zanjones”- con piel de vaca curtida para proteger los pantalones. Una prenda utilizada  mayoritariamente por los hombres era la faja de paño, que se enrollaba a la cintura para proteger la zona lumbar. Yo recuerdo a personas muy mayores sacar de la faja la piedra de cuarzo, el pedernal y la mecha. Colocaban la mecha justo en la esquina de la piedra, golpeaban con el “pedernal” y encendían la mecha. Posteriormente, en la posguerra, el uso de la pana fue el material textil más generalizado. Ya aparece la figura del sastre. El vestido en la mujer era la falda bajera y el manteo, con la “faltriquera”, especie de bolso, la blusa y el mantón.
           
El trabajo de los hombres que realizaban en el campo era permanente prácticamente todas las horas del día. En el invierno, por problemas de nieve, podría ser más relajado, dedicado especialmente a cuidar del ganado,  ir arreglando los prados, cortar las varas para los “pipos” -las judías eran de mata baja-, pelar los espárragos y amontonar las varas, rozar las lindes. Cuando llegaba el mes de marzo se empezaba a preparar las huertas.  Se sembraba todo lo que se podía regar. Se rastrillaban y se cavaban a azadón, “mullido” y “acollado” todas las huertas sembradas de patatas y hortalizas, después se seguía con los riegos y empezaba la campaña de la siega de los prados y a continuación la de los cereales. No se paraba, era un trabajo físico agotador. Los pastores y vaqueros, que eran bastantes, aunque el trabajo no fuera agotador, sufrían las inclemencias del tiempo y entonces no existían los trajes de agua, se cubrían con una manta aguantando como podían el temporal. Las jornadas, quince o veinte días, en los cordeles, para trashumar a la Extremadura eran agotadoras. Los que estaban de pastores o vaqueros en los agostaderos se pasaban semanas sin poder ver a la familia.

     El trabajo de las mujeres no era menor, trabajaban todas las horas del día, sobre todo en la casa haciendo las comidas. También se encargaban de llevársela a sus maridos en el campo y lavaban la ropa en el río en primavera, verano y otoño. En el invierno iban a lavar a las pozas de agua caliente o menos fría que la del río, La Fuentecilla, Las Tejeruelas, la cerca El Pleito y en la Aldea la fuente El Venero[4]. La mayor parte del año fregaban los cacharros en el
Lavando, frente a la fuente de la era.
 Foto: Pedro Jiménez.
río y cuando no iban al rio tenían que acarrear cántaros de agua para poderlo hacer en sus casas. Una de las cosas que llamaba la atención era en la matanza, tenían que coger la artesa y lavar las tripas del cerdo en las aguas congeladas del río. En las matanzas, sacrificar al cerdo era cuestión de los hombres, despiezarle en partes también, pero aderezar la carne picada “mondongo”, hacer los chorizos, sacar la manteca del manto, meter los lomos en aceite era misión de ellas. Picaban las 
patatas para sembrar, llevaban la comida a los cerdos, regaban los huertos, ayudaban en la recogida de los frutos y  realizaban la criba de los granos en la era. Lo más importante es que tenían a los hijos y los cuidaban, esta era la gran misión, a veces solas porque sus maridos estaban de pastores o vaqueros y se pasaban muchas temporadas fuera de casa.


En Navacepedilla y en la Aldea, durante esta época, no se pasó hambre  como ocurría en Madrid en la posguerra, por ejemplo. Recuerdo que finalizada la contienda venían por el pueblo muchas personas que estaban dispuestas a trabajar por lo que las dieran con tal de poder comer. Sí que recuerdo que llegó sola una chiquilla de quince años y Dª Primi, la maestra, que también daba clase a los niños durante la guerra, ensalzó la conducta de un alumno porque compartió con ella el bocadillo que estaba comiendo en el juego de pelota. La mayoría de la gente tenía patatas, hortalizas y casi todas las familias cebaban un cerdo. Con ello estaba asegurada la subsistencia, aunque también hubo familias que acudían a los comercios y no podían pagar lo que compraban hasta que no vendían la cosecha o cabezas de ganado en las ferias.
     En la posguerra se implantó el racionamiento, nos daban una cartilla con cupones y la presentábamos en los comercios y te daban la cantidad de aceite, azúcar, pan… que te correspondía, artículos de primera necesidad. Alguna pequeña temporada nos dieron un pan amarillo, debía ser de maíz que se ponía muy duro. El tabaco también estaba racionado igual que los alimentos y su distribución era igual.
     En sentido contrario al racionamiento estaba el “cupo forzoso” que era la contribución que tenía que pagar el pueblo al Estado de patatas, judías y cereales. Se hacía un reparto y cada uno contribuía con arreglo a lo que cosechaba que tenía que declarar. Para comprobar las declaraciones que cada uno hacía, el Estado nombró Delegados de Abastos que se presentaban sin previo aviso en los molinos y en las casas a inspeccionar. Solían poner cuantiosas multas y se incautaban de los productos no declarados. Solo recuerdo la visita de uno de ellos, con un fin concreto, inspeccionar el molino de Eduardo, no pasó nada.

 Tuvimos algunas noticias: ¡que vienen  los Delegados!, y mucha gente escondía donde podía las judías, el centeno... A la presión del Estado la respuesta de la gente fue “El Estraperlo”. Al pueblo venían, entre otros, los “Florentinos”, de la zona de las Cinco Villas “El Barranco”, con mulas cargados con pellejos de aceite que clandestinamente vendían por las casas, unas veces con pago al contado y otras en especie. Los molineros acarreaban grano por las noches de los pueblos de la sierra, por caminos y veredas para sortear a la Guardia Civil, lloviendo o nevando, lo molían clandestinamente y hacían el mismo camino de regreso para entregar la harina. Fueron los más perseguidos. En los molinos de la Ribera era frecuente la temible visita de  los Delegados pero no tenían más remedio que seguir moliendo para poder subsistir. En Navacepedilla tuvimos suerte, todo se quedó en sustos. Hay que tener en cuenta que estábamos al final de la carretera de tierra y por la que se circulaba mal.


     Los carnavales: Era una de las fiestas más celebradas por la juventud porque suponía ciertas licencias que en otra época estaban mal vistas y no se podían hacer. La costumbre era tirar cacharros a los portales de las casas, cántaros estropeados, latas de conservas… Damos el susto a los vecinos sentados a la lumbre. Esto era posible porque todas las puertas estaban abiertas. En la mayoría de los casos no se enfadaba la gente pero en algunos casos corríamos riesgo de persecución con posibles tirones de orejas o quejas a nuestros padres. Había quien nos perseguía por seguir la juerga. Otra de las cosas que hacíamos y que la gente lo llevaba bien era
Fiesta de carnaval en la plaza.
Foto: Jesús y José Francés
que quitábamos los huevos de los  nidales  de las gallinas  en las cuadras, los quesos que conservaban en las cestas de mimbre en las entradas de las casas, algún chorizo de las cocinas, y con ello, se organizaba la juerga en el bar. También tomábamos objetos que empeñábamos en la taberna por una pequeña consumición. Nadie se enfadaba, más bien se presumía que los mozos la hubieran cogido alguna cosa para su juerga, naturalmente a las familias que pensábamos que no les gustaba pues se respetaba. Un año se nos enfadó una señora y fuimos los dos que la habíamos cogido seis huevos a devolvérselos, eso la enfadó mucho más.
El miércoles de ceniza se celebraba el entierro de la sardina y era muy llamativo, se reunía prácticamente todo el pueblo en la plaza, uno vestido de cura, sacristanes, monaguillos, con el hisopo, los cánticos, las plañideras, todo un acontecimiento. Lo difícil era conocer a los personajes que intervenían en los actos por lo imaginativos que eran los disfraces. Hubo un año que escenificaron en la plaza, en un tablado, una operación “sacando una muela”, con los médicos y las enfermeras vestidos con sus batas blancas. La anestesia era coñac y la herramienta que utilizaban eran  aperos de labranza…. Otro año con unas parihuelas a las que unieron las astas de una vaca y dos mozos debajo, tapados con un  faldón haciendo de toro, y el torero era la persona más graciosa que había en el pueblo, fue una charlotada divertidísima, el torero en la faena se dejó caer varias veces los calzoncillos, claro nunca se dejó caer los últimos. Era tal la gracia que tenía esta persona que para que hiciera un  rato de carnaval iban unos cuantos mozos a ayudarle a trabajar sus tierras una mañana. Lo importante era que el pueblo se reunía, celebraba y convivía en un clima de fiesta.

Los Viajes: El tío Daniel  “El Caminero” relata muy bien cómo se realizaban los desplazamientos en el primer tercio del siglo para desplazarse hasta Ávila y emprender viaje en tren rumbo a la Capital, a Extremadura o emigrar a América. Lo de los viajes a América, en la mayoría de los casos a La Argentina, durante el primer tercio de siglo, debió ser épico. Empezando por el desplazamiento desde Navacepedilla, con mucho equipaje porque  la situación lo requería, acompañados de algún familiar con caballerías, entonces, como dice el tío Daniel, no había coche de línea. En la estación de Ávila,  a esperar a que llegara el tren para 
Excursión a la Sierra: Ismael, Jesús, Dionisio, Pili,
Elena, Juani, Costan, Rosario... Foto: Rosario.
llevarlos al puerto de embarque. Horas, muchas horas de espera, a veces hasta el día siguiente. Para muchos era la primera vez que viajaban en tren, en algunos casos con carencias culturales y con el dinero justo, ahorrado con mucho esfuerzo para pagarse su viaje. Después de un viaje en tren que podía durar hasta veinticuatro horas, se encontraban en una ciudad desconocida, buscando billetes para aquellos enormes “buques a vapor” que les llevaría hasta el otro lado del mar. La travesía podría durar más de quince días, apiñados en las cubiertas o en las bodegas, en condiciones infrahumanas, expuestos al calor o al frío y a los abusos de intermediarios y desaprensivos, llegaban a la tierra prometida y tenían que buscar trabajo que no siempre, las condiciones ofrecidas, coincidían con las expectativas. Se marcharon en busca de una vida mejor. Muchos lo hacían en grupo para hacerlo más llevadero. Según me cuenta Victoria Hernández, en el mismo viaje marcharon a la Argentina, su padre, sus hermanos José y Julián, Elisa, Teodora y Dionisio. El caso más llamativo, de los muchos que me han contado, fue el de Balbina Rico Estrella, que se marchó con sus hijos Pablo y Arcadio, con 14 y 15 años. Cuando llegaron a Vigo ya se había marchado el vapor y, como no tenían dinero, se puso a trabajar en una posada y sus hijos de recaderos. Regresó a España y se volvió a marchar con su hijo Arcadio por segunda vez. Todo un carácter el de esta mujer. En este periodo tengo contabilizadas más de setenta personas, en su mayoría jóvenes, que emigraron a América.
   En la posguerra también fue complicado. La emigración a la Argentina fue ya mucho menor, no sobrepasó la docena, los viajes de Madrid al pueblo, o al revés, fueron más frecuentes. En muchas ocasiones el viaje duraba más de un día. La salida del tren en la estación Norte en Madrid, no solía ser puntual, a veces no tenías billete y podías estar esperando a otro tren varias horas. Llegaban a Ávila y desde la estación, con sus maletas de la mano llegaban al hotel Jardín, situado frente a la puerta de la muralla de la Catedral, donde el señor Encinar te facilitaba los billetes para el coche correo que pasaba por la venta de Juan Lorenzo en Villafranca. Pero no siempre tenías billete, aunque hubieras estado de los primeros en la cola, la picaresca estaba a la orden del día y asombrosamente te quedabas en tierra. Hubo familias que tuvieron que pasar la noche en Ávila hasta el día siguiente porque el señor Encinar adjudicaba los billetes a discreción. El camino hacía Ávila, desde la venta, era más fácil porque te podías encontrar con Amalio, uno de los conductores de los coches de línea, que era del pueblo y siempre te ayudaba.

Las anécdotas serían interminables de contar aunque no debo personalizarlas porque no cuento con el permiso de los protagonistas, lo que ocurre que algunas fueron tan entrañables que no creo que ofendan a nadie.
Cuando éramos pequeños, por los años cuarenta, la noche de reyes, todos los muchachos observábamos una gran escalera a la puerta del tío Loreto y comentábamos: ¡mira!…, ¡mira!…, ya tiene el tío Loreto la escalera para que puedan subir los reyes a los
Tío Loreto, Petra, Leopoldo,, Ana Mari, Asunita
y Araceli. Foto: Ana Mari.
balcones a echarnos los regalos. Lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta, allí llevaba, a su puerta, el bueno del tío Loreto  su enorme escalera para ilusión de los pequeños. Y los mayores guardaban, como un rito, el secreto.  El tío Loreto era una persona entrañable, siempre dispuesto a favorecer a todo el mundo. Los chavales estábamos deseando que nos mandara a algún recado porque siempre nos daba algo.


Otra costumbre, por aquellos tiempo, era la de tomar el aguardiente todas las mañanas, antes del desayuno, ¡hacía tanto frío!. Todas las mañanas muy temprano, mi abuelo Cándido, tío Juanito y tío Loreto eran fijos, algunos días se les agregaba alguno. Hacían el recorrido por los tres bares del pueblo. En la calle donde estaban los bares se enteraban los vecinos, desde la cama, si hacía frío, si había nevado. Eran los cronistas del tiempo y de alguna cosa más.

Una noche de verano apareció el cielo rojo, muy rojo. La gente en la plaza comentaba de todo. Al final, a muchos les pareció que se estaba quemando el valle, detrás de las Hoyuelas. Subieron tres mozos y regresaron con la negativa. Después nos enteramos que hasta Navacepedilla había llegado el efecto de la “Aurora Boreal”.

De vez en cuando, también en verano, venían titiriteros, algunas veces celebraban la fiesta en la plaza, todo el que quería ir a ver el espectáculo se llevaba su silla y disfrutaba. Hacían un descanso y pasaban la bandeja, cada espectador echaba “la voluntad”. Algunos años vinieron compañías que hacían teatro en casillas o corrales y ya cobraban una entrada módica. En las tenadas de tía Julia, en la calle del Molino, estuvo una compañía tres días haciendo una obra diferente cada día con gran éxito. Recuerdo la representación de “Morena Clara”.

Los chavales de la escuela, dirigidos por los maestros recitábamos poesías, las niñas desde la verja y los niños desde el balcón del Ayuntamiento. Las más celebradas eran las castellanas de Gabriel y Galán. Cuando éramos mozalbetes, también dirigidos 
Por la izquierda: Tía Julianilla, tía Angelita, tío 
Cosme, Nati, Santiago. Foto: Pedro Jiménez.
por el maestro, en la trasera de la casa de Maxi, hoy de Rubén Domínguez, representamos “Anacleto se Divorcia”. Entre bambalinas siempre andaba echándonos colonia la persona más amable y más chistosa de Navacepedilla, la tía Angelita, cuñada de tío Cesáreo.


Una noticia muy comentada fue la aparición en la prensa nacional, -no recuerdo la fecha- pero debió ser por los años cincuenta, en el Diario Pueblo, con caracteres destacados el artículo: “CUIDADO CON LOS DE NAVACEPEDILLA. Se  refería al episodio que protagonizó un Teniente Coronel del ejército en un autobús de EMT, cuyo cobrador era Carmelo Jiménez. El Teniente Coronel pasó al autobús y Carmelo le solicitó pagar el billete, como no lo hizo, Carmelo no se lo pensó y ordenó al conductor dirigirse a Comisaría y el pasajero tuvo que abonar su billete.

De vez en cuando en un carro, tirado por un caballo o burro aparecía alguna familia “Los quincalleros”, compraban, vendían o cambiaban todo tipo de cosas. Uno de los trabajos que hacían era arreglar todo tipo de recipientes de cinc o de cobre: calderos, sartenes, cazuelas…Lo limpiaban, lo lijaban y en el agujero, que previamente habían redondeado, metían una especie de taco de aluminio o latón que remachaban por ambos lados y quedaba listo para volverlo a utilizar.

Otra visita anual era la del capador. Venía todos los años un hombre de Mirueña y utilizaba el silbato con el mismo o parecido tono que el del afilador, se encargaba de capar a todas las cerdas una vez que ya habían criado a los cerditos para el  próximo año. De esta manera ya las dedicaban al engorde para la matanza. Con solo una persona que cogiera al cerdo o cerda que querían capar por las patas, él la ponía su pie sobre el cuello y con una gran habilidad realizaba la operación.

A mediados de los cuarenta, un buen día del mes de mayo que subíamos Candi y yo a esperar las ovejas de Villanueva al Puerto Chía (mi abuelo y mi tío fueron guardas de la dehesa), nos encontramos en El Vallejo a un fraile, con vestidos morados, ceñido  con un grueso cinturón y una vara larga, al final de la vara atada una calabaza “El Fraile de la Calabaza”. Charló con nosotros y nada nos pareció anormal. Llegó al pueblo y habló con las autoridades, le proporcionaron hospedaje en la posada del tío Lesmes y le facilitaron la llave de la Iglesia. Reunió al pueblo y pronuncio un sermón. Un poco extraño sí que pareció el sermón, sobre todo la frase “churraba sangre…”. La cuestión es que a la mañana siguiente, muy temprano, se marchó, después de una buena acogida y pagarle la estancia en la posada.     A los pocos días llegó la noticia que habían detenido a un “Maquis”, vestido de fraile en un pueblo del Valle Amblés.

    La Merendilla: El lunes después de pascua, por la tarde, aprovechando que no había clase, se celebraba por los chavales el día de “la merendilla”. Las familias solían hacernos alguna tortilla o bien lomo en aceite, chorizo y, a veces, alguna golosina. Nos lo colocaban en una cesta y nos lo íbamos a comer al campo. Cuando éramos un poco mayorcitos, nos agregaban un frasquito con vino. En Navacepedilla, entonces, era muy frecuente ver a los niños tomar de merienda un trozo de pan mojado en vino con azúcar. Era una fiesta en la que estábamos solos, merendábamos y jugábamos fuera del pueblo, nos sentíamos importantes.

Imágenes relacionadas:

Salustiano, Fidela, Enrique. Foto:
Enrique Sánchez.

Familia tío Paulino.
Foto: Costantino.


Foto de 1.932


Familias tío Paulino y tía Irene.
Foto: Costantino.





Familia Vergas-Blázquez. Fotos: Alberto










Antonina, Ángel, Fidela y Luis.

Fulgencia, Hermegilda, Elia.
Foto: familia Mendoza.


Familia Feliz-Consuelo.
Foto: Pablo.


Felipe, Candi, Petri.













Familia tía Nicasia. Excursión en
Velacha. Foto: E. Sánchez.
Victorio y esposa de D. Cosme.








                                                                 
                                   







Comida en el corral. Familia tía Nicasia.
Foto: Enrique Sánchez.
Familia de Nicasia Rey, en el
puente del Molino. Foto: E. Sánchez.













[1] .- La Bula de la Santa Cruzada (por los Cruzados a los Santos Lugares) era un documento que autorizaba a comer carne o caldo de carne los viernes no de cuaresma, por ella se abonaba una cantidad entre 0,50 a 10 pesetas. El Concilio Vaticano II, año 1.966, suavizó sus efectos y la Conferencia Episcopal Española anunció su desaparición.
[2] .- El uso era  una vara larga donde se colocaba el copo de lana, lavada y estirada. Se unía a la rueca que la daban vueltas para hacer el hilo y seguidamente enrollarlo en ella. Cuando la rueca se llenaba se almacenaba en ovillos para confeccionar las prendas
[3] .- Una especie de calzón de cuero que cubría desde la cintura hasta media pierna, abiertos desde la entrepierna que se ata a los muslos para proteger los pantalones.
[4] .- Eran manantiales que nacían y tenían su estanque “poza” en terreno particular, donde lavaban la ropa, pero para este menester eran de uso público.