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VIVIENDA Y FORMA DE VIDA EN EL SIGLO XX



LA VIVIENDA, LA FORMA DE VIDA



El material básico empleado en la construcción de las viviendas en Navacepedilla  es la piedra de granito. Los muros son anchos y robustos para protegerse del duro clima invernal y del calor del verano.
En este siglo XX, conviven viviendas antiguas, construidas con piedras sin labrar recogidas directamente del campo, que con un pequeño golpe de maceta las colocaban magistralmente en las caras de los muros, cruzando algunas para darles seguridad, las
Tres casas antiguas, sin ventana ni chimenea.
En ellas vivían familias numerosas.
calzaban y rellenaban el centro del muro con “ripios”, arena, barro o cal. Solamente las piedras empleadas en puertas y ventanas eran alisadas con la “pica”. Una en la base, las verticales “jambas” y entre las “jambas”, una en cada una, perpendicular a ellas, que penetraban  en los muros de la casa “retranqueo” y, finalmente, el dintel.
La techumbre la realizaban colocando las vigas maestras, y sobre ellas,  tablas que no servían para carpintería. Sobre las tablas colocaban un lecho de retama, helecho o paja de rastrojo en el que se asentaba la teja. Sobresalía la enorme chimenea que, en su base, ocupaba gran parte de la cocina. Hemos conocido casas sin chimenea que evacuaban el humo por huecos  “humeros” de la techumbre.
Junto a estas casas más antiguas, la mayoría de una sola planta, construidas con piedras irregulares y de pequeño tamaño, aparecen, sobre todo en el centro del pueblo, casas con dos plantas, construidas con bloques de piedra de sillería. Generalmente estas casas disponen de corral con entrada por “puertas carreteras”, con tejadillo de madera en la que se asienta la teja. Las cubiertas con ramos “retama negra” existían en algunas cuadras, en los portones de los ranchos, corrales y en los chozos.
            Es curioso cómo aprovecharon los accidentes del terreno para construir sus casas. La zona de la calle de Las Lanchas, a ambos lados de la calle y el bloque de viviendas hasta el horno del tío Segundo, y la calle de Arriba, todas las viviendas están construidas sobre una enorme roca. Voluminosos “canchales” sirven de cimiento o muro de sus casas. Los pasos de escalera, frente a la puerta de la que fue escuela de las niñas, están construidos sobre la propia roca. Esto mismo ocurre en la zona alta de la calle de La Aldea.
Naturalmente que las viviendas eran muy variadas de tamaño pero tenían cierta parecida estructura. Predominaban las pequeñas casas con familias numerosas. Hoy comentamos: mira, en esta casa vivía el matrimonio y seis hijos y nos parece imposible. Había muchas viviendas que tenían el corral donde almacenaban montones de ramos y leña para la lumbre, y en las que no tenían corral lo colocaban en la puerta. Algunas tenían casilla en el corral en la que tenían los cerdos, el burro y las gallinas. Si esto no podía ser así, todas las familias contaban con un casillo lo más próximo a la vivienda.

Foto: José María Durán
     En la entrada de la casa te encontrabas con la puerta de dos hojas, la cimera y la bajera y traspasada la puerta normalmente tenías el portal, con un vasar en el que colocaban: platos, jarras pucheros de barro, almirez, bandejas, botellas… Debajo del vasar solía estar la cantarera con dos o tres cántaros de barro, debajo de la cantarera el botijo. Del portal partía la escalera para subir al “sobrao”. Seguías caminando y te encontrabas con la cocina, en casa de mi abuelo con dos escaños, uno a cada lado de la lumbre y “tajos” o “banquetas” de madera para sentarse, el suelo de lanchas y una más grande para poner la lumbre, en la lumbre los dos “morillones” y las trébedes. Encima del fogón la chimenea que sobrepasaba el tejado y sobresalía  como un metro en forma de cono de respetable tamaño. De la chimenea colgaban las llares para colgar el caldero de cobre para cocer la comida para los cerdos.  En el techo de la cocina, de madera, estaban colgadas las varas para colgar los chorizos de la matanza. En la pared del fondo solía haber una mesa fuerte de madera, la de matar los cerdos, y en la pared, la más alejada de la entrada, se
Foto: José María Durán
instalaba la “alacena” que cumplía con la misma misión que el vasar pero contenía la vajilla que se utilizaba diariamente en la cocina: platos, cubiertos, aceite, vinagre, pimentón, sal, vasos, ajos, cebollas… La puerta contigua era “la sala”, más o menos espaciosa, en algunas casas hacía  como de salón,  con una cortina haciendo de puerta solía haber una o dos alcobas con las camas. Claro, esto eran las casas más antiguas, en la posguerra había ya muchas casas que contaban con habitaciones independientes con camas de hierro. La cama de matrimonio solía ser con adornos dorados, actualmente muy apreciadas. Lo más corriente es que tuvieran una salita y una o dos alcobas  de dimensiones mínimas, con mucha familia. El “sobrado”, era el almacén de la casa, se almacenaba de todo, los sacos de centeno, algarrobas, judías, patatas. Los aperos: guadañas, hoces, azadas, horcas de hierro, palas, redes para el carro, la nasa con el pan… Era el sitio preferido, por lo menos para mí. En casa de mi abuelo había un chuzo y un pistolón viejo de dos caños escondido en un rincón. Bueno lo que no faltaba en ningún “sobrado” era la ratonera, todos los días caía algún ratón. Por supuesto, las casas carecían de agua corriente. La tenían que traer del pilón de la plaza, de la fuente del río o de la de la calleja La Aldea. Las aguas menores y mayores se hacían en el orinal y depositadas en un cubo se tiraban al rio o bien se utilizaba la cuadra. Cuando se hacía limpieza general se “jalbegaba” las paredes y el barrido lo hacían con una escoba de pajas muy finas  que cortaban de “berceo”, ponían el tronco en remojo, pasados unos días las ataban y cortaban las puntas. Para barrer la lumbre usaban una escobilla que hacían de tomillo. Posteriormente por los años setenta se instalaron dos o tres fuentes más con agua potable que trajeron del Prado Largo. Finalmente en Agosto de 1.981 se instaló el agua corriente y el desagüe en las casas.

A principios del siglo XX, se observan todavía en las viviendas más antiguas las ventanas muy pequeñas y enrejadas. Navacepedilla llego a tener una población muy numerosa y había gente que no disponía de un trozo de tierra para sembrar. Algunas familias pasaban necesidad y recogían lo que podían para poder subsistir y por seguridad, las casas se construían con las ventanas lo mas pequeñas posibles.

Las comidas más corrientes eran las sopas de ajo con leche de cabra “sopas canas” o migas para el desayuno, el cocido para la comida y pipos con arroz para la noche. Eso era lo más corriente pero se hacían patatas con carne o con conejo, patatas con bacalao y contaban en casi todas las casas con la matanza: chorizos, lomo en aceite, jamón…En la entrada de las casas, en el portal, solía haber una cestita de mimbre con quesos de las cabras. La Iglesia mandaba abstenerse de comer carne todos los viernes del año y autorizaba por medio de la “bula[1]” el consumo de carne los viernes que no fueran de cuaresma. En los viernes de cuaresma la comida más normal era el potaje y la tortilla o bacalao. El consumo de pescado, a excepción en algunos casos de truchas que se pescaban en el río, era poco frecuente. En casi todas las casas disponían de leche de las cabras o vacas y de huevos de las gallinas que campaban por todas las calles del pueblo.



La matanza: Se realizaba por el mes de Noviembre-Diciembre. En Navacepedilla por San Martín, el Patrón, cuya fiesta se celebraba el 11 de Noviembre, aunque se trasladara al lunes siguiente al domingo de Pentecostés por el frio que hacía, se le 
La matanza. Foto: Alberto
conocía como San Martín de Matapuercos. La matanza era toda una fiesta familiar. Se empezaba muy de mañana, llegaban los miembros de la familia y en la cocina ya estaba preparado el aguardiente y alguna cosa más. Previamente al sacrificio del cerdo o cerdos, según los casos, se había preparado un buen haz de helechos o paja de rastrojo para “socarrarle”.
            Se tenía preparada la mesa, el cuchillo, el barreño para recoger la sangre, la artesa y una tabla o teja para raspar la piel una vez “socarrado”. Normalmente intervenían cinco o seis hombres, dos le cogían por las orejas apretando contra el suelo para que el matarife pudiera atarle el hocico con una cuerda, y otro le levantaba
 una pata trasera, le inmovilizaban y otros dos cogiéndose las manos por debajo de la tripa del animal le levantaban y entre todos lo echaban a la mesa. Una vez sacrificado, se le abría en canal para recoger las tripas en la artesa para llevarlas a lavar al río. Se recogía una muestra o dos de carne para reconocerla el veterinario. Ese era el primer día.
            El segundo día, también temprano, no faltaba el aguardiente aunque se preparaba el café y algún trozo de magro a la brasa “moraga” y con la bota de vino a mano se empezaba el despiece del cerdo. En diferentes artesas se separaban las distintas partes: Los pies, las orejas y la cabeza. De la cabeza se separaban las carrilladas “papadas” y se abría la cabeza para sacar los sesos. Se continuaba abriendo en dos la canal, se separaban los jamones, las 
La artesa. Foto: José María Durán
paletillas, las costillas, solomillos, lomos, el manto y finalmente los tocinos. Se picaba la carne para hacer los chorizos que era después aderezada por la señora de la casa: sal, pimentón y orégano, el “mondongo”. Para hacer las morcillas se picaban muchas cebollas “matanceras”, que se  colocaban en un saco con una gran piedra encima para que escurrieran. Este día de la matanza se solía comer juntos toda la familia, al mediodía un buen cocido y por la noche la cena. El postre de la cena era la “cachuela” que consistía en poner en una cazuela grande capas alternas de rebanadas de pan y manzana reineta fritas,  se sazonaba bien de azúcar, se le echaba vino tinto y se lo cocía lentamente a la lumbre. La sobremesa de la cena era de lo más animado, anécdotas, historias, chistes… El buen humor y la convivencia eran sensacionales.
            Se continuaba, con menos personas haciendo los chorizos, uno colocaba la carne  en la máquina picadora, daba la manivela y otra persona sujetaba la tripa en el embudo de la picadora mientras se llenaban las tripas.  Dos señoras, una a la derecha y otra a la izquierda se encargaban de picar con un alfiler la tripa para sacarla el aire y atarlos en partes para dejarlos lo más apretados posibles. Los chorizos se colgaban en la cocina en las varas dispuestas en la trasera del techo. También colgaban algunos días los jamones después de la salazón, para favorecer con la lumbre y el humo su curación, después los conservaban en la bodega o en algún cuarto con temperatura fresca y constante.
      No terminaban aún los quehaceres aunque ya lo hacía solo la familia de la casa. Los jamones los echaban en sal, creo que los tenían cubiertos veintiún días, los lomos los “adobaban”, los dejaban orear y después solían meterlos en grandes pucheros con aceite, así se conservaban prácticamente todo el año y las mantecas, una vez secas, las freían para sacar la manteca y el resto se aprovechaba en forma de “torreznos”.

      El vestido: Recordemos que en la entrevista al tío Daniel habla de lo mal que lo pasaba la gente y que algunos iban descalzos y agregaba “todavía no habían llegado las “abarcas”, considerando que fue un progreso. Hemos conocido los más mayores utilizar prendas hechas por los vecinos directamente. Las mujeres, no todas, utilizaron el “uso” y la “rueca”[2] para hilar la lana de las ovejas y después confeccionar con agujas de hacer punto, jerséis, calcetines, guantes… Los hombres se construían sus propias cazadoras de piel de carnero “zamarras”, para protegerse del frío y los “zahones”[3] – en Navacepedilla “zanjones”- con piel de vaca curtida para proteger los pantalones. Una prenda utilizada  mayoritariamente por los hombres era la faja de paño, que se enrollaba a la cintura para proteger la zona lumbar. Yo recuerdo a personas muy mayores sacar de la faja la piedra de cuarzo, el pedernal y la mecha. Colocaban la mecha justo en la esquina de la piedra, golpeaban con el “pedernal” y encendían la mecha. Posteriormente, en la posguerra, el uso de la pana fue el material textil más generalizado. Ya aparece la figura del sastre. El vestido en la mujer era la falda bajera y el manteo, con la “faltriquera”, especie de bolso, la blusa y el mantón.
           
El trabajo de los hombres que realizaban en el campo era permanente prácticamente todas las horas del día. En el invierno, por problemas de nieve, podría ser más relajado, dedicado especialmente a cuidar del ganado,  ir arreglando los prados, cortar las varas para los “pipos” -las judías eran de mata baja-, pelar los espárragos y amontonar las varas, rozar las lindes. Cuando llegaba el mes de marzo se empezaba a preparar las huertas.  Se sembraba todo lo que se podía regar. Se rastrillaban y se cavaban a azadón, “mullido” y “acollado” todas las huertas sembradas de patatas y hortalizas, después se seguía con los riegos y empezaba la campaña de la siega de los prados y a continuación la de los cereales. No se paraba, era un trabajo físico agotador. Los pastores y vaqueros, que eran bastantes, aunque el trabajo no fuera agotador, sufrían las inclemencias del tiempo y entonces no existían los trajes de agua, se cubrían con una manta aguantando como podían el temporal. Las jornadas, quince o veinte días, en los cordeles, para trashumar a la Extremadura eran agotadoras. Los que estaban de pastores o vaqueros en los agostaderos se pasaban semanas sin poder ver a la familia.

     El trabajo de las mujeres no era menor, trabajaban todas las horas del día, sobre todo en la casa haciendo las comidas. También se encargaban de llevársela a sus maridos en el campo y lavaban la ropa en el río en primavera, verano y otoño. En el invierno iban a lavar a las pozas de agua caliente o menos fría que la del río, La Fuentecilla, Las Tejeruelas, la cerca El Pleito y en la Aldea la fuente El Venero[4]. La mayor parte del año fregaban los cacharros en el
Lavando, frente a la fuente de la era.
 Foto: Pedro Jiménez.
río y cuando no iban al rio tenían que acarrear cántaros de agua para poderlo hacer en sus casas. Una de las cosas que llamaba la atención era en la matanza, tenían que coger la artesa y lavar las tripas del cerdo en las aguas congeladas del río. En las matanzas, sacrificar al cerdo era cuestión de los hombres, despiezarle en partes también, pero aderezar la carne picada “mondongo”, hacer los chorizos, sacar la manteca del manto, meter los lomos en aceite era misión de ellas. Picaban las 
patatas para sembrar, llevaban la comida a los cerdos, regaban los huertos, ayudaban en la recogida de los frutos y  realizaban la criba de los granos en la era. Lo más importante es que tenían a los hijos y los cuidaban, esta era la gran misión, a veces solas porque sus maridos estaban de pastores o vaqueros y se pasaban muchas temporadas fuera de casa.


En Navacepedilla y en la Aldea, durante esta época, no se pasó hambre  como ocurría en Madrid en la posguerra, por ejemplo. Recuerdo que finalizada la contienda venían por el pueblo muchas personas que estaban dispuestas a trabajar por lo que las dieran con tal de poder comer. Sí que recuerdo que llegó sola una chiquilla de quince años y Dª Primi, la maestra, que también daba clase a los niños durante la guerra, ensalzó la conducta de un alumno porque compartió con ella el bocadillo que estaba comiendo en el juego de pelota. La mayoría de la gente tenía patatas, hortalizas y casi todas las familias cebaban un cerdo. Con ello estaba asegurada la subsistencia, aunque también hubo familias que acudían a los comercios y no podían pagar lo que compraban hasta que no vendían la cosecha o cabezas de ganado en las ferias.
     En la posguerra se implantó el racionamiento, nos daban una cartilla con cupones y la presentábamos en los comercios y te daban la cantidad de aceite, azúcar, pan… que te correspondía, artículos de primera necesidad. Alguna pequeña temporada nos dieron un pan amarillo, debía ser de maíz que se ponía muy duro. El tabaco también estaba racionado igual que los alimentos y su distribución era igual.
     En sentido contrario al racionamiento estaba el “cupo forzoso” que era la contribución que tenía que pagar el pueblo al Estado de patatas, judías y cereales. Se hacía un reparto y cada uno contribuía con arreglo a lo que cosechaba que tenía que declarar. Para comprobar las declaraciones que cada uno hacía, el Estado nombró Delegados de Abastos que se presentaban sin previo aviso en los molinos y en las casas a inspeccionar. Solían poner cuantiosas multas y se incautaban de los productos no declarados. Solo recuerdo la visita de uno de ellos, con un fin concreto, inspeccionar el molino de Eduardo, no pasó nada.

 Tuvimos algunas noticias: ¡que vienen  los Delegados!, y mucha gente escondía donde podía las judías, el centeno... A la presión del Estado la respuesta de la gente fue “El Estraperlo”. Al pueblo venían, entre otros, los “Florentinos”, de la zona de las Cinco Villas “El Barranco”, con mulas cargados con pellejos de aceite que clandestinamente vendían por las casas, unas veces con pago al contado y otras en especie. Los molineros acarreaban grano por las noches de los pueblos de la sierra, por caminos y veredas para sortear a la Guardia Civil, lloviendo o nevando, lo molían clandestinamente y hacían el mismo camino de regreso para entregar la harina. Fueron los más perseguidos. En los molinos de la Ribera era frecuente la temible visita de  los Delegados pero no tenían más remedio que seguir moliendo para poder subsistir. En Navacepedilla tuvimos suerte, todo se quedó en sustos. Hay que tener en cuenta que estábamos al final de la carretera de tierra y por la que se circulaba mal.


     Los carnavales: Era una de las fiestas más celebradas por la juventud porque suponía ciertas licencias que en otra época estaban mal vistas y no se podían hacer. La costumbre era tirar cacharros a los portales de las casas, cántaros estropeados, latas de conservas… Damos el susto a los vecinos sentados a la lumbre. Esto era posible porque todas las puertas estaban abiertas. En la mayoría de los casos no se enfadaba la gente pero en algunos casos corríamos riesgo de persecución con posibles tirones de orejas o quejas a nuestros padres. Había quien nos perseguía por seguir la juerga. Otra de las cosas que hacíamos y que la gente lo llevaba bien era
Fiesta de carnaval en la plaza.
Foto: Jesús y José Francés
que quitábamos los huevos de los  nidales  de las gallinas  en las cuadras, los quesos que conservaban en las cestas de mimbre en las entradas de las casas, algún chorizo de las cocinas, y con ello, se organizaba la juerga en el bar. También tomábamos objetos que empeñábamos en la taberna por una pequeña consumición. Nadie se enfadaba, más bien se presumía que los mozos la hubieran cogido alguna cosa para su juerga, naturalmente a las familias que pensábamos que no les gustaba pues se respetaba. Un año se nos enfadó una señora y fuimos los dos que la habíamos cogido seis huevos a devolvérselos, eso la enfadó mucho más.
El miércoles de ceniza se celebraba el entierro de la sardina y era muy llamativo, se reunía prácticamente todo el pueblo en la plaza, uno vestido de cura, sacristanes, monaguillos, con el hisopo, los cánticos, las plañideras, todo un acontecimiento. Lo difícil era conocer a los personajes que intervenían en los actos por lo imaginativos que eran los disfraces. Hubo un año que escenificaron en la plaza, en un tablado, una operación “sacando una muela”, con los médicos y las enfermeras vestidos con sus batas blancas. La anestesia era coñac y la herramienta que utilizaban eran  aperos de labranza…. Otro año con unas parihuelas a las que unieron las astas de una vaca y dos mozos debajo, tapados con un  faldón haciendo de toro, y el torero era la persona más graciosa que había en el pueblo, fue una charlotada divertidísima, el torero en la faena se dejó caer varias veces los calzoncillos, claro nunca se dejó caer los últimos. Era tal la gracia que tenía esta persona que para que hiciera un  rato de carnaval iban unos cuantos mozos a ayudarle a trabajar sus tierras una mañana. Lo importante era que el pueblo se reunía, celebraba y convivía en un clima de fiesta.

Los Viajes: El tío Daniel  “El Caminero” relata muy bien cómo se realizaban los desplazamientos en el primer tercio del siglo para desplazarse hasta Ávila y emprender viaje en tren rumbo a la Capital, a Extremadura o emigrar a América. Lo de los viajes a América, en la mayoría de los casos a La Argentina, durante el primer tercio de siglo, debió ser épico. Empezando por el desplazamiento desde Navacepedilla, con mucho equipaje porque  la situación lo requería, acompañados de algún familiar con caballerías, entonces, como dice el tío Daniel, no había coche de línea. En la estación de Ávila,  a esperar a que llegara el tren para 
Excursión a la Sierra: Ismael, Jesús, Dionisio, Pili,
Elena, Juani, Costan, Rosario... Foto: Rosario.
llevarlos al puerto de embarque. Horas, muchas horas de espera, a veces hasta el día siguiente. Para muchos era la primera vez que viajaban en tren, en algunos casos con carencias culturales y con el dinero justo, ahorrado con mucho esfuerzo para pagarse su viaje. Después de un viaje en tren que podía durar hasta veinticuatro horas, se encontraban en una ciudad desconocida, buscando billetes para aquellos enormes “buques a vapor” que les llevaría hasta el otro lado del mar. La travesía podría durar más de quince días, apiñados en las cubiertas o en las bodegas, en condiciones infrahumanas, expuestos al calor o al frío y a los abusos de intermediarios y desaprensivos, llegaban a la tierra prometida y tenían que buscar trabajo que no siempre, las condiciones ofrecidas, coincidían con las expectativas. Se marcharon en busca de una vida mejor. Muchos lo hacían en grupo para hacerlo más llevadero. Según me cuenta Victoria Hernández, en el mismo viaje marcharon a la Argentina, su padre, sus hermanos José y Julián, Elisa, Teodora y Dionisio. El caso más llamativo, de los muchos que me han contado, fue el de Balbina Rico Estrella, que se marchó con sus hijos Pablo y Arcadio, con 14 y 15 años. Cuando llegaron a Vigo ya se había marchado el vapor y, como no tenían dinero, se puso a trabajar en una posada y sus hijos de recaderos. Regresó a España y se volvió a marchar con su hijo Arcadio por segunda vez. Todo un carácter el de esta mujer. En este periodo tengo contabilizadas más de setenta personas, en su mayoría jóvenes, que emigraron a América.
   En la posguerra también fue complicado. La emigración a la Argentina fue ya mucho menor, no sobrepasó la docena, los viajes de Madrid al pueblo, o al revés, fueron más frecuentes. En muchas ocasiones el viaje duraba más de un día. La salida del tren en la estación Norte en Madrid, no solía ser puntual, a veces no tenías billete y podías estar esperando a otro tren varias horas. Llegaban a Ávila y desde la estación, con sus maletas de la mano llegaban al hotel Jardín, situado frente a la puerta de la muralla de la Catedral, donde el señor Encinar te facilitaba los billetes para el coche correo que pasaba por la venta de Juan Lorenzo en Villafranca. Pero no siempre tenías billete, aunque hubieras estado de los primeros en la cola, la picaresca estaba a la orden del día y asombrosamente te quedabas en tierra. Hubo familias que tuvieron que pasar la noche en Ávila hasta el día siguiente porque el señor Encinar adjudicaba los billetes a discreción. El camino hacía Ávila, desde la venta, era más fácil porque te podías encontrar con Amalio, uno de los conductores de los coches de línea, que era del pueblo y siempre te ayudaba.

Las anécdotas serían interminables de contar aunque no debo personalizarlas porque no cuento con el permiso de los protagonistas, lo que ocurre que algunas fueron tan entrañables que no creo que ofendan a nadie.
Cuando éramos pequeños, por los años cuarenta, la noche de reyes, todos los muchachos observábamos una gran escalera a la puerta del tío Loreto y comentábamos: ¡mira!…, ¡mira!…, ya tiene el tío Loreto la escalera para que puedan subir los reyes a los
Tío Loreto, Petra, Leopoldo,, Ana Mari, Asunita
y Araceli. Foto: Ana Mari.
balcones a echarnos los regalos. Lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta, allí llevaba, a su puerta, el bueno del tío Loreto  su enorme escalera para ilusión de los pequeños. Y los mayores guardaban, como un rito, el secreto.  El tío Loreto era una persona entrañable, siempre dispuesto a favorecer a todo el mundo. Los chavales estábamos deseando que nos mandara a algún recado porque siempre nos daba algo.


Otra costumbre, por aquellos tiempo, era la de tomar el aguardiente todas las mañanas, antes del desayuno, ¡hacía tanto frío!. Todas las mañanas muy temprano, mi abuelo Cándido, tío Juanito y tío Loreto eran fijos, algunos días se les agregaba alguno. Hacían el recorrido por los tres bares del pueblo. En la calle donde estaban los bares se enteraban los vecinos, desde la cama, si hacía frío, si había nevado. Eran los cronistas del tiempo y de alguna cosa más.

Una noche de verano apareció el cielo rojo, muy rojo. La gente en la plaza comentaba de todo. Al final, a muchos les pareció que se estaba quemando el valle, detrás de las Hoyuelas. Subieron tres mozos y regresaron con la negativa. Después nos enteramos que hasta Navacepedilla había llegado el efecto de la “Aurora Boreal”.

De vez en cuando, también en verano, venían titiriteros, algunas veces celebraban la fiesta en la plaza, todo el que quería ir a ver el espectáculo se llevaba su silla y disfrutaba. Hacían un descanso y pasaban la bandeja, cada espectador echaba “la voluntad”. Algunos años vinieron compañías que hacían teatro en casillas o corrales y ya cobraban una entrada módica. En las tenadas de tía Julia, en la calle del Molino, estuvo una compañía tres días haciendo una obra diferente cada día con gran éxito. Recuerdo la representación de “Morena Clara”.

Los chavales de la escuela, dirigidos por los maestros recitábamos poesías, las niñas desde la verja y los niños desde el balcón del Ayuntamiento. Las más celebradas eran las castellanas de Gabriel y Galán. Cuando éramos mozalbetes, también dirigidos 
Por la izquierda: Tía Julianilla, tía Angelita, tío 
Cosme, Nati, Santiago. Foto: Pedro Jiménez.
por el maestro, en la trasera de la casa de Maxi, hoy de Rubén Domínguez, representamos “Anacleto se Divorcia”. Entre bambalinas siempre andaba echándonos colonia la persona más amable y más chistosa de Navacepedilla, la tía Angelita, cuñada de tío Cesáreo.


Una noticia muy comentada fue la aparición en la prensa nacional, -no recuerdo la fecha- pero debió ser por los años cincuenta, en el Diario Pueblo, con caracteres destacados el artículo: “CUIDADO CON LOS DE NAVACEPEDILLA. Se  refería al episodio que protagonizó un Teniente Coronel del ejército en un autobús de EMT, cuyo cobrador era Carmelo Jiménez. El Teniente Coronel pasó al autobús y Carmelo le solicitó pagar el billete, como no lo hizo, Carmelo no se lo pensó y ordenó al conductor dirigirse a Comisaría y el pasajero tuvo que abonar su billete.

De vez en cuando en un carro, tirado por un caballo o burro aparecía alguna familia “Los quincalleros”, compraban, vendían o cambiaban todo tipo de cosas. Uno de los trabajos que hacían era arreglar todo tipo de recipientes de cinc o de cobre: calderos, sartenes, cazuelas…Lo limpiaban, lo lijaban y en el agujero, que previamente habían redondeado, metían una especie de taco de aluminio o latón que remachaban por ambos lados y quedaba listo para volverlo a utilizar.

Otra visita anual era la del capador. Venía todos los años un hombre de Mirueña y utilizaba el silbato con el mismo o parecido tono que el del afilador, se encargaba de capar a todas las cerdas una vez que ya habían criado a los cerditos para el  próximo año. De esta manera ya las dedicaban al engorde para la matanza. Con solo una persona que cogiera al cerdo o cerda que querían capar por las patas, él la ponía su pie sobre el cuello y con una gran habilidad realizaba la operación.

A mediados de los cuarenta, un buen día del mes de mayo que subíamos Candi y yo a esperar las ovejas de Villanueva al Puerto Chía (mi abuelo y mi tío fueron guardas de la dehesa), nos encontramos en El Vallejo a un fraile, con vestidos morados, ceñido  con un grueso cinturón y una vara larga, al final de la vara atada una calabaza “El Fraile de la Calabaza”. Charló con nosotros y nada nos pareció anormal. Llegó al pueblo y habló con las autoridades, le proporcionaron hospedaje en la posada del tío Lesmes y le facilitaron la llave de la Iglesia. Reunió al pueblo y pronuncio un sermón. Un poco extraño sí que pareció el sermón, sobre todo la frase “churraba sangre…”. La cuestión es que a la mañana siguiente, muy temprano, se marchó, después de una buena acogida y pagarle la estancia en la posada.     A los pocos días llegó la noticia que habían detenido a un “Maquis”, vestido de fraile en un pueblo del Valle Amblés.

    La Merendilla: El lunes después de pascua, por la tarde, aprovechando que no había clase, se celebraba por los chavales el día de “la merendilla”. Las familias solían hacernos alguna tortilla o bien lomo en aceite, chorizo y, a veces, alguna golosina. Nos lo colocaban en una cesta y nos lo íbamos a comer al campo. Cuando éramos un poco mayorcitos, nos agregaban un frasquito con vino. En Navacepedilla, entonces, era muy frecuente ver a los niños tomar de merienda un trozo de pan mojado en vino con azúcar. Era una fiesta en la que estábamos solos, merendábamos y jugábamos fuera del pueblo, nos sentíamos importantes.

Imágenes relacionadas:

Salustiano, Fidela, Enrique. Foto:
Enrique Sánchez.

Familia tío Paulino.
Foto: Costantino.


Foto de 1.932


Familias tío Paulino y tía Irene.
Foto: Costantino.





Familia Vergas-Blázquez. Fotos: Alberto










Antonina, Ángel, Fidela y Luis.

Fulgencia, Hermegilda, Elia.
Foto: familia Mendoza.


Familia Feliz-Consuelo.
Foto: Pablo.


Felipe, Candi, Petri.













Familia tía Nicasia. Excursión en
Velacha. Foto: E. Sánchez.
Victorio y esposa de D. Cosme.








                                                                 
                                   







Comida en el corral. Familia tía Nicasia.
Foto: Enrique Sánchez.
Familia de Nicasia Rey, en el
puente del Molino. Foto: E. Sánchez.













[1] .- La Bula de la Santa Cruzada (por los Cruzados a los Santos Lugares) era un documento que autorizaba a comer carne o caldo de carne los viernes no de cuaresma, por ella se abonaba una cantidad entre 0,50 a 10 pesetas. El Concilio Vaticano II, año 1.966, suavizó sus efectos y la Conferencia Episcopal Española anunció su desaparición.
[2] .- El uso era  una vara larga donde se colocaba el copo de lana, lavada y estirada. Se unía a la rueca que la daban vueltas para hacer el hilo y seguidamente enrollarlo en ella. Cuando la rueca se llenaba se almacenaba en ovillos para confeccionar las prendas
[3] .- Una especie de calzón de cuero que cubría desde la cintura hasta media pierna, abiertos desde la entrepierna que se ata a los muslos para proteger los pantalones.
[4] .- Eran manantiales que nacían y tenían su estanque “poza” en terreno particular, donde lavaban la ropa, pero para este menester eran de uso público.


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