En Navacepedilla
y en la Aldea, durante esta época, no se pasó hambre como ocurría en Madrid en la posguerra, por
ejemplo. Recuerdo que finalizada la contienda venían por el pueblo muchas
personas que estaban dispuestas a trabajar por lo que las dieran con tal de
poder comer. Sí que recuerdo que llegó sola una chiquilla de quince años y Dª
Primi, la maestra, que también daba clase a los niños durante la guerra, ensalzó
la conducta de un alumno porque compartió con ella el bocadillo que estaba
comiendo en el juego de pelota. La mayoría de la gente tenía patatas,
hortalizas y casi todas las familias cebaban un cerdo. Con ello estaba
asegurada la subsistencia, aunque también hubo familias que acudían a los
comercios y no podían pagar lo que compraban hasta que no vendían la cosecha o
cabezas de ganado en las ferias.
En
la posguerra se implantó el
racionamiento, nos daban una cartilla con cupones y la presentábamos en los
comercios y te daban la cantidad de aceite, azúcar, pan… que te correspondía,
artículos de primera necesidad. Alguna pequeña temporada nos dieron un pan
amarillo, debía ser de maíz que se ponía muy duro. El tabaco también estaba
racionado igual que los alimentos y su distribución era igual.
En
sentido contrario al racionamiento estaba el “cupo forzoso” que era la contribución que tenía que pagar el pueblo
al Estado de patatas, judías y cereales. Se hacía un reparto y cada uno
contribuía con arreglo a lo que cosechaba que tenía que declarar. Para
comprobar las declaraciones que cada uno hacía, el Estado nombró Delegados de
Abastos que se presentaban sin previo aviso en los molinos y en las casas a
inspeccionar. Solían poner cuantiosas multas y se incautaban de los productos
no declarados. Solo recuerdo la visita de uno de ellos, con un fin concreto,
inspeccionar el molino de Eduardo, no pasó nada.
Tuvimos algunas noticias: ¡que
vienen los Delegados!, y mucha gente escondía
donde podía las judías, el centeno... A la presión del Estado la respuesta de
la gente fue “El Estraperlo”. Al
pueblo venían, entre otros, los “Florentinos”, de la zona de las Cinco Villas
“El Barranco”, con mulas cargados con pellejos de aceite que clandestinamente
vendían por las casas, unas veces con pago al contado y otras en especie. Los
molineros acarreaban grano por las noches de los pueblos de la sierra, por
caminos y veredas para sortear a la Guardia Civil, lloviendo o nevando, lo
molían clandestinamente y hacían el mismo camino de regreso para entregar la harina.
Fueron los más perseguidos. En los molinos de la Ribera era frecuente la
temible visita de los Delegados pero no
tenían más remedio que seguir moliendo para poder subsistir. En Navacepedilla
tuvimos suerte, todo se quedó en sustos. Hay que tener en cuenta que estábamos
al final de la carretera de tierra y por la que se circulaba mal.
Los carnavales: Era una de las fiestas más celebradas por la
juventud porque suponía ciertas licencias que en otra época estaban mal vistas
y no se podían hacer. La costumbre era tirar cacharros a los portales de las
casas, cántaros estropeados, latas de conservas… Damos el susto a los vecinos
sentados a la lumbre. Esto era posible porque todas las puertas estaban
abiertas. En la mayoría de los casos no se enfadaba la gente pero en algunos
casos corríamos riesgo de persecución con posibles tirones de orejas o quejas a
nuestros padres. Había quien nos perseguía por seguir la juerga. Otra de las
cosas que hacíamos y que la gente lo llevaba bien era
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Fiesta de carnaval en la plaza.
Foto: Jesús y José Francés |
que quitábamos los huevos
de los nidales de las gallinas en las cuadras, los quesos que conservaban en
las cestas de mimbre en las entradas de las casas, algún chorizo de las cocinas,
y con ello, se organizaba la juerga en el bar. También tomábamos objetos que
empeñábamos en la taberna por una pequeña consumición. Nadie se enfadaba, más
bien se presumía que los mozos la hubieran cogido alguna cosa para su juerga,
naturalmente a las familias que pensábamos que no les gustaba pues se respetaba.
Un año se nos enfadó una señora y fuimos los dos que la habíamos cogido seis
huevos a devolvérselos, eso la enfadó mucho más.
El miércoles de ceniza se celebraba el
entierro de la sardina y era muy llamativo, se reunía prácticamente todo el
pueblo en la plaza, uno vestido de cura, sacristanes, monaguillos, con el
hisopo, los cánticos, las plañideras, todo un acontecimiento. Lo difícil era
conocer a los personajes que intervenían en los actos por lo imaginativos que
eran los disfraces. Hubo un año que escenificaron en la plaza, en un tablado,
una operación “sacando una muela”, con los médicos y las enfermeras vestidos
con sus batas blancas. La anestesia era coñac y la herramienta que utilizaban
eran aperos de labranza…. Otro año con
unas parihuelas a las que unieron las astas de una vaca y dos mozos debajo,
tapados con un faldón haciendo de toro,
y el torero era la persona más graciosa que había en el pueblo, fue una
charlotada divertidísima, el torero en la faena se dejó caer varias veces los calzoncillos,
claro nunca se dejó caer los últimos. Era tal la gracia que tenía esta persona
que para que hiciera un rato de carnaval
iban unos cuantos mozos a ayudarle a trabajar sus tierras una mañana. Lo importante era que el pueblo se reunía,
celebraba y convivía en un clima de fiesta.
Los Viajes:
El tío Daniel “El Caminero” relata muy
bien cómo se realizaban los desplazamientos en el primer tercio del siglo para
desplazarse hasta Ávila y emprender viaje en tren rumbo a la Capital, a
Extremadura o emigrar a América. Lo de los viajes a América, en la mayoría de
los casos a La Argentina, durante el primer tercio de siglo, debió ser épico.
Empezando por el desplazamiento desde Navacepedilla, con mucho equipaje porque la situación lo requería, acompañados de
algún familiar con caballerías, entonces, como dice el tío Daniel, no había
coche de línea. En la estación de Ávila,
a esperar a que llegara el tren para
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Excursión a la Sierra: Ismael, Jesús, Dionisio, Pili,
Elena, Juani, Costan, Rosario... Foto: Rosario. |
llevarlos al puerto de embarque.
Horas, muchas horas de espera, a veces hasta el día siguiente. Para muchos era
la primera vez que viajaban en tren, en algunos casos con carencias culturales
y con el dinero justo, ahorrado con mucho esfuerzo para pagarse su viaje.
Después de un viaje en tren que podía durar hasta veinticuatro horas, se
encontraban en una ciudad desconocida, buscando billetes para aquellos enormes
“buques a vapor” que les llevaría hasta el otro lado del mar. La travesía
podría durar más de quince días, apiñados en las cubiertas o en las bodegas, en
condiciones infrahumanas, expuestos al calor o al frío y a los abusos de
intermediarios y desaprensivos, llegaban a la tierra prometida y tenían que
buscar trabajo que no siempre, las condiciones ofrecidas, coincidían con las
expectativas. Se marcharon en busca de una vida mejor. Muchos lo hacían en
grupo para hacerlo más llevadero. Según me cuenta Victoria Hernández, en el
mismo viaje marcharon a la Argentina, su padre, sus hermanos José y Julián,
Elisa, Teodora y Dionisio. El caso más llamativo, de los muchos que me han
contado, fue el de Balbina Rico Estrella, que se marchó con sus hijos Pablo y
Arcadio, con 14 y 15 años. Cuando llegaron a Vigo ya se había marchado el vapor
y, como no tenían dinero, se puso a trabajar en una posada y sus hijos de
recaderos. Regresó a España y se volvió a marchar con su hijo Arcadio por
segunda vez. Todo un carácter el de esta mujer. En este periodo tengo
contabilizadas más de setenta personas, en su mayoría jóvenes, que emigraron a
América.
En la posguerra también fue complicado. La
emigración a la Argentina fue ya mucho menor, no sobrepasó la docena, los
viajes de Madrid al pueblo, o al revés, fueron más frecuentes. En muchas ocasiones
el viaje duraba más de un día. La salida del tren en la estación Norte en
Madrid, no solía ser puntual, a veces no tenías billete y podías estar
esperando a otro tren varias horas. Llegaban a Ávila y desde la estación, con
sus maletas de la mano llegaban al hotel Jardín, situado frente a la puerta de
la muralla de la Catedral, donde el señor Encinar te facilitaba los billetes
para el coche correo que pasaba por la venta de Juan Lorenzo en Villafranca.
Pero no siempre tenías billete, aunque hubieras estado de los primeros en la
cola, la picaresca estaba a la orden del día y asombrosamente te quedabas en
tierra. Hubo familias que tuvieron que pasar la noche en Ávila hasta el día
siguiente porque el señor Encinar adjudicaba los billetes a discreción. El camino
hacía Ávila, desde la venta, era más fácil porque te podías encontrar con
Amalio, uno de los conductores de los coches de línea, que era del pueblo y
siempre te ayudaba.
Las anécdotas serían interminables de contar aunque no debo
personalizarlas porque no cuento con el permiso de los protagonistas, lo que
ocurre que algunas fueron tan entrañables que no creo que ofendan a nadie.
Cuando éramos
pequeños, por los años cuarenta, la
noche de reyes, todos los muchachos observábamos una gran escalera a la
puerta del tío Loreto y comentábamos: ¡mira!…, ¡mira!…, ya tiene el tío Loreto
la escalera para que puedan subir los reyes a los
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Tío Loreto, Petra, Leopoldo,, Ana Mari, Asunita
y Araceli. Foto: Ana Mari. |
balcones a echarnos los
regalos. Lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta, allí llevaba, a su puerta,
el bueno del tío Loreto su enorme
escalera para ilusión de los pequeños. Y los mayores guardaban, como un rito,
el secreto. El tío Loreto era una
persona entrañable, siempre dispuesto a favorecer a todo el mundo. Los chavales
estábamos deseando que nos mandara a algún recado porque siempre nos daba algo.
Otra costumbre,
por aquellos tiempo, era la de tomar el
aguardiente todas las mañanas, antes del desayuno, ¡hacía tanto frío!.
Todas las mañanas muy temprano, mi abuelo Cándido, tío Juanito y tío Loreto
eran fijos, algunos días se les agregaba alguno. Hacían el recorrido por los
tres bares del pueblo. En la calle donde estaban los bares se enteraban los
vecinos, desde la cama, si hacía frío, si había nevado. Eran los cronistas del
tiempo y de alguna cosa más.
Una noche de
verano apareció el cielo rojo, muy rojo. La gente en la plaza comentaba de
todo. Al final, a muchos les pareció que se estaba quemando el valle, detrás de
las Hoyuelas. Subieron tres mozos y regresaron con la negativa. Después nos
enteramos que hasta Navacepedilla había llegado el efecto de la “Aurora Boreal”.
De vez en cuando,
también en verano, venían titiriteros,
algunas veces celebraban la fiesta en la plaza, todo el que quería ir a ver el
espectáculo se llevaba su silla y disfrutaba. Hacían un descanso y pasaban la
bandeja, cada espectador echaba “la voluntad”. Algunos años vinieron compañías
que hacían teatro en casillas o corrales y ya cobraban una entrada módica. En
las tenadas de tía Julia, en la calle del Molino, estuvo una compañía tres días
haciendo una obra diferente cada día con gran éxito. Recuerdo la representación
de “Morena Clara”.
Los chavales de la
escuela, dirigidos por los maestros recitábamos
poesías, las niñas desde la verja y los niños desde el balcón del
Ayuntamiento. Las más celebradas eran las castellanas de Gabriel y Galán.
Cuando éramos mozalbetes, también dirigidos
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Por la izquierda: Tía Julianilla, tía Angelita, tío
Cosme, Nati, Santiago. Foto: Pedro Jiménez. |
por el maestro, en la trasera de la
casa de Maxi, hoy de Rubén Domínguez, representamos “Anacleto se Divorcia”.
Entre bambalinas siempre andaba echándonos colonia la persona más amable y más
chistosa de Navacepedilla, la tía Angelita, cuñada de tío Cesáreo.
Una noticia muy comentada
fue la aparición en la prensa nacional, -no recuerdo la fecha- pero debió ser
por los años cincuenta, en el Diario Pueblo, con caracteres destacados el
artículo: “CUIDADO CON LOS DE
NAVACEPEDILLA. Se refería al
episodio que protagonizó un Teniente Coronel del ejército en un autobús de EMT,
cuyo cobrador era Carmelo Jiménez. El Teniente Coronel pasó al autobús y
Carmelo le solicitó pagar el billete, como no lo hizo, Carmelo no se lo pensó y
ordenó al conductor dirigirse a Comisaría y el pasajero tuvo que abonar su
billete.
De vez en cuando
en un carro, tirado por un caballo o burro aparecía alguna familia “Los quincalleros”, compraban, vendían o
cambiaban todo tipo de cosas. Uno de los trabajos que hacían era arreglar todo
tipo de recipientes de cinc o de cobre: calderos, sartenes, cazuelas…Lo
limpiaban, lo lijaban y en el agujero, que previamente habían redondeado,
metían una especie de taco de aluminio o latón que remachaban por ambos lados y
quedaba listo para volverlo a utilizar.
Otra visita anual
era la del capador. Venía todos los
años un hombre de Mirueña y utilizaba el silbato con el mismo o parecido tono que
el del afilador, se encargaba de capar a todas las cerdas una vez que ya habían
criado a los cerditos para el próximo
año. De esta manera ya las dedicaban al engorde para la matanza. Con solo una
persona que cogiera al cerdo o cerda que querían capar por las patas, él la
ponía su pie sobre el cuello y con una gran habilidad realizaba la operación.
A mediados de los
cuarenta, un buen día del mes de mayo que subíamos Candi y yo a esperar las
ovejas de Villanueva al Puerto Chía (mi abuelo y mi tío fueron guardas de la
dehesa), nos encontramos en El Vallejo a un fraile, con vestidos morados,
ceñido con un grueso cinturón y una vara
larga, al final de la vara atada una calabaza “El Fraile de la Calabaza”. Charló con nosotros y nada nos pareció
anormal. Llegó al pueblo y habló con las autoridades, le proporcionaron
hospedaje en la posada del tío Lesmes y le facilitaron la llave de la Iglesia.
Reunió al pueblo y pronuncio un sermón. Un poco extraño sí que pareció el
sermón, sobre todo la frase “churraba sangre…”. La cuestión es que a la mañana
siguiente, muy temprano, se marchó, después de una buena acogida y pagarle la
estancia en la posada. A los pocos
días llegó la noticia que habían detenido a un “Maquis”, vestido de fraile en
un pueblo del Valle Amblés.
La Merendilla: El lunes después de
pascua, por la tarde, aprovechando que no había clase, se celebraba por los
chavales el día de “la merendilla”. Las familias solían hacernos alguna
tortilla o bien lomo en aceite, chorizo y, a veces, alguna golosina. Nos lo
colocaban en una cesta y nos lo íbamos a comer al campo. Cuando éramos un poco
mayorcitos, nos agregaban un frasquito con vino. En Navacepedilla, entonces,
era muy frecuente ver a los niños tomar de merienda un trozo de pan mojado en
vino con azúcar. Era una fiesta en la que estábamos solos, merendábamos y
jugábamos fuera del pueblo, nos sentíamos importantes.
Imágenes relacionadas:
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Salustiano, Fidela, Enrique. Foto:
Enrique Sánchez.
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Familia tío Paulino.
Foto: Costantino. |
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Foto de 1.932 |
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Familias tío Paulino y tía Irene.
Foto: Costantino. |
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Familia Vergas-Blázquez. Fotos: Alberto